«Toda España está en un tris
y a pique de dar un tras;
ya monta a caballo más
que monta a maravedís.
Todo es flamenco país
Y toda cuarteles es;
al derecho y al revés
su paz alterado han
el rebelde catalán
y el tirano portugués.
Y para obtener granjería
Con vulpínea maestría
La derechona ha usado
De ariete al foral navarro,
Antiguo requeté bizarro,
Contra hermano vascongado».
La inicial décima anónima del siglo XVII, atribuida a Quevedo, satiriza los avatares del reinado de Felipe IV durante el validazgo del Conde-Duque de Olivares hacia 1640 en el momento en que las rebeliones de Catalunya y Portugal se hallaban en plena efervescencia. La primera terminaría con la firma del Tratado de los Pirineos en 1659 y el retorno de Catalunya al seno de la Corona de Castilla y la pérdida de la hoy llamada Catalunya Nord. Portugal, que había sido ocupada por las tropas castellanas enviadas por Felipe II y dirigidas por el Duque de Alba en 1580, obtendría su independencia, definitivamente reconocida en 1668 durante la regencia de Doña Mariana de Austria, viuda de Felipe IV.
A la décima mencionada he añadido una sextilla personal, no acorde con la rima normativa exigida, para adecuarla a las circunstancias recientes de la política hispana, que más parece un gallinero mal avenido que un habitáculo de personas serias, sesudas y responsables, que exigen a los profesores la enseñanza de buenos modales a sus alumnos, mientras ellas se enzarzan en peleas barriobajeras en el foro senatorial. ¡O tempora, O mores!.
A lo largo de la historia la imposición manu militari de la España de horca, espada y cuchillo, con su política miope e intolerante, ha logrado por un lado la agregación obligada de reinos dispares y por otro la desagregación y el desguace en jirones de la piel de toro peninsular y de los territorios ultramarinos y extrapeninsulares. Mediante calculadas uniones matrimoniales e incorporaciones por la vía armada se produjo la unificación de la Corona de Castilla a la que se unió la de Aragón en el siglo XV mediante el casamiento entre Isabel y Fernando.
Ambos «domaron y castraron», en frase del cronista Jerónimo de Zurita, el reino de Galicia, iniciaron la conquista y colonización de los territorios americanos y anexionaron por medio de las armas los reinos de Granada (1492) y de Navarra (1512). El propio Fernando estaba dispuesto a ceder Galicia a Portugal en 1474 durante la guerra de sucesión, en la que se dirimían los derechos de dos candidatas, su esposa Isabel y Juana la Beltraneja.
Sin embargo, su política impositiva, típica de la épica de frontera, carente de tacto, contacto, voluntariedad y diálogo, ha provocado a lo largo de los siglos sucesivas desanexiones. Primero se desagregó Portugal en el siglo XII y, tras el período felipista de 1580-1640 bajo el yugo castellano, la revuelta de Evora en 1639 comenzaba la Restauraçao, reconocida por Castilla en 1668. Más tarde sufriría el flujo escapista de algunos territorios norte y centroeuropeos en el siglo XVII, tras los tratados de Westfallia (1648) y de Los Pirineos (1659), seguidamente los restantes territorios, principalmente mediterráneos, en los Tratados de Utrecht y Rastadt (1712-1714).
En los años centrales del siglo XVII la política uniformadora y asimilista del mostachero Olivares engendró la sublevación de Catalunya entre 1640 y 1659 y conatos secesionistas en Andalucía, Galicia, Vizcaya (motín de la sal), Aragón y Navarra, con protagonismo en este último caso del capitán Iturbide. La Guerra de Sucesión entre 1707 y 1714 estuvo a punto de conseguir la independencia Catalunya, finalmente abandonada por Gran Bretaña. Sus fueros serían abolidos por los Decretos de Nueva Planta, ordenados por Felipe V, el primer Borbón reinante en España, magníficamente formado en la tradicional escuela del centralismo galo.
No sería inocuo señalar el proyecto independentista de algunas autoridades guipuzcoanas durante la Guerra de la Convención (1793-1795) ni el diseñado por los hermanos Garat durante la Guerra de Independencia (1808-1814), conocido como «Nueva Fenicia», ni las numerosas Juntas Provinciales y Regionales, que gestionaron y asumieron el vacío de poder, abandonado por el monarca, Fernando VII, en los diferentes territorios españoles durante el citado conflicto. Tras las Carlistadas, entre 1833 y 1876, donde las felonías externas y las traiciones internas estuvieron a la orden del día, fue abolido el régimen foral, vigente desde finales de la Edad Media en el País Vasco al que dotaba de una amplia soberanía.
Leyes paccionadas, simples decretos o amejoramientos fueron meros subterfugios sibilinamente utilizados para restar capacidad soberana a los territorios vascos. Durante el reinado del impresentable y veleidoso Fernando VII, en 1826, España perdió la mayoría de imperio americano y ya sus últimas posesiones en 1898. Después de la primera guerra cubana, saldada con la Paz de Zanjón (1878) un proyecto de autonomía para la Isla, que ya resultaba tardío, no fue aprobado por las Cortes, y la independencia se consumó en 1898. En el período revolucionario (1868-1875) surgieron rebeliones cantonalistas, alguna de ellas como la de Cartagena difícil de sofocar. Perdidas las últimas posesiones en América, Asia y Oceanía, los territorios coloniales africanos (Marruecos, Ifni, Guinea, Sahara) desaparecieron de la irrisoria y ridícula faz imperial hispana entre 1956 y 1975. A nadie debiera extrañar que en un período más o menos lejano Ceuta y Melilla pasasen enteramente a la Unma de los creyentes de Alá.
A lo largo de la historia de España siempre se ha producido una antinómica dialéctica entre cierre y apertura, que ya viene de los tiempos del Quijote y Sancho escenifica muy bien en este pasaje:
Yo así lo creo-respondió Sancho- y querría que vuestra merced me dijese qué es la causa porque dicen los españoles cuando quieren dar alguna batalla, invocando aquel san Diego Matamoros: «¡Santiago, y cierra España!». ¿Está por ventura España abierta y de modo que es menester cerrarla, o qué ceremonia es ésta?» ( El Quijote, II parte, cap. LVIII).
La derechona cavernícola, montaraz, cerril, trabucaire, golpista, belicista, ávida de poder, de «filas prietas y banderas al viento», siempre proclive al cierre, mantiene una estructura neuronal imperialista y su actitud provocadora está generando futuras secesiones de aquellos que sólo se sienten satisfechos cuando el contrato de connubio se realiza mediante pactos voluntarios, reversibles, libremente asumidos y en igualdad de condiciones. Lo peor es que en esta tarea coadyuvan como marionetas y arietes a pecho descubierto los dirigentes del antiguo reino vascón, cuna de Euskal Herria, reino de «buenos vasallos se hobieren buenos señores».