Uno de los rasgos que singulariza, desde hace más de un siglo, la cultura política dominante en la Península es la resistencia del nacionalismo español a reconocerse a sí mismo como tal. Posiblemente, el fenómeno empezó a forjarse a finales del siglo XIX, frente a las guerras coloniales en Cuba y Filipinas: vistos desde la metrópoli, los rebeldes mambises o tagalos eran los nacionalistas y separatistas; el poder militar y el discurso político españoles se limitaban -en palabras de Cánovas- a «mantener la herencia nacional».
A diferencia de lo ocurrido en Italia, Francia o Alemania -donde la etiqueta nacionalista fue asumida sin complejos por importantes fuerzas políticas no sólo derechistas, al menos hasta 1945-, aquí ese apelativo quedó asociado desde principios del XIX a las reivindicaciones de autogobierno vascas, catalanas y gallegas, y a los partidos que las vehiculaban. Aquellos individuos o grupos que exaltaban la idea de España incluso en los términos más excluyentes o agresivos, que reivindicaban su grandeza pasada y futura, su «unidad perpetua e indestructible», su «voluntad de Imperio», etcétera, ésos se consideraban patriotas o nacionales, nunca nacionalistas. En los célebres Veintisiete Puntos de la Falange (1934) las palabras nacionalismo o nacionalista no aparecen ni siquiera una vez, como tampoco lo hacen en los textos doctrinales de Acción Española. La Confederación Española de las Derechas Autónomas (CEDA), por su parte, afirmaba en su programa fundacional (1933) ser «opuesta a todo nacionalismo». Durante el periodo republicano, sólo el lunático médico valenciano José María Albiñana tuvo la franqueza de encabezar un Partido Nacionalista Español, pequeña formación de ultraderecha cuyo lema rezaba: «Sobre España inmortal, sólo Dios».
Esta extraña distorsión óptica ha perdurado, a través de la dictadura y de la transición, hasta nuestros días. Ha perdurado en España, porque desde el exterior, con una mejor perspectiva, las cosas aparecen mucho más claras. Dos ejemplos de distinto calibre: a partir del verano de 1936, los medios políticos y periodísticos franceses o británicos designaron sin dudarlo al bando rebelde acaudillado por Franco en la Guerra Civil -el bando que se autotitulaba nacional- como lo que era en realidad, nacionalista; en otoño de 1982, cuando el PSOE obtuvo su primera victoria electoral, The New York Times describió a Felipe González y los suyos como lo que, en buena parte, resultaron ser: un equipo de «jóvenes nacionalistas españoles».
Alguien dirá que las etiquetas y las taxonomías son lo de menos, pero no es verdad. Describir de forma precisa la realidad política es condición necesaria para analizarla e interpretarla correctamente, y el camuflaje sistemático del nacionalismo español dificulta una comprensión honesta y rigurosa tanto de nuestro pasado como de nuestro presente. Verbigracia: con honrosísimas excepciones (pienso en el libro de Ismael Saz Campos, España contra España. Los nacionalismos franquistas), la idea de que el régimen de Franco fue, ante todo y sobre todo, una dictadura nacionalista española, es todavía hoy exótica entre los historiadores peninsulares, no digamos ya entre los ciudadanos incluso más ilustrados.
De cualquier forma, la negación deliberada del carácter nacionalista español de tantos discursos, programas y actitudes que lo son de modo objetivo ha continuado, de 1977 acá, con brío renovado. Recordemos, por no rebuscar, lo que sucedió en el País Vasco durante el aznarato, cuando el PSE de Redondo Terreros, el PP de Mayor Oreja, el Foro de Ermua, Basta Ya, etcétera, casi se fundieron en un bloque para aplastar al nacionalismo vasco. ¿En nombre, como era evidente y perfectamente legítimo, del nacionalismo centrípeto español? ¡No, por Dios! Nacionalistas son siempre los malos, los fetichistas de las identidades, las lenguas y las soberanías pequeñas. Ellos, los buenos, los que idolatran las lenguas e identidades grandes y a los Estados que las protegen, eran y son constitucionalistas.
Últimamente, este ejercicio de travestismo ideológico viene alcanzando ya niveles grotescos. Por un lado, proliferan las entidades o asociaciones que, pretendiéndose «cívicas» y «apolíticas», exhiben nombres tan expresivos como Fundación para la Defensa de la Nación Española, Plataforma España y Libertad, Asociación Hispánitas, Foro España Hoy…, mientras se proponen «difundir un sano amor por la nación» y reaccionar ante «los movimientos separatistas que sistemáticamente niegan y humillan a España». Por otra parte, y pretextando ya sea la preservación de la familia tradicional, ya la solidaridad con las víctimas del terrorismo, ya el rechazo al Gobierno del PSOE, una marea rojigualda inunda semana tras semana el centro de Madrid, jaleada por opinadores que se derriten de gusto al glosar «esta resurrección de lo nacional» (El Mundo, 7 de marzo).
Y bien, si todo esto no es puro nacionalismo español, ¿qué es? El enviado especial de un medio sueco que estuviese el pasado sábado en la madrileña plaza de Colón, que oyese los gritos continuos de «¡España, España!», que contemplase la omnipresencia de la bandera bicolor, que escuchase a Mariano Rajoy cuando convocó «a los que les importe España» a «defender la nación española», ¿cómo habrá conceptuado la manifestación? ¿Cómo se denomina, en todo el mundo, a quienes se envuelven en la bandera nacional e invocan constantemente el nombre de la patria? Nacionalistas, ¿no?
Que tanto sus impulsores como bastantes observadores admitiesen esta realidad palmaria no cambiaría la naturaleza de las cosas, pero clarificaría el panorama. Y, sobre todo, a aquella ruidosa caterva de intelectuales y articulistas catalanes y españoles que llevan tres décadas denunciando la ridiculez, la cerrazón, el reaccionarismo y el carácter canallesco de todos los nacionalismos -eso han dicho siempre-, le permitiría administrar su discurso cosmopolita, su repugnancia por las banderas y demás símbolos patrios, de un modo algo más ponderado y menos unilateral.
* Joan B. Culla i Clarà, es historiador.