Independientemente de lo que suceda en las elecciones de Afganistán de hoy, 20 de agosto, casi todos los comentaristas parecen coincidir en que el modelo occidental de construcción nacional tiene escasas posibilidades de triunfar en ese país dejado de la mano de Dios, y la comunidad internacional debería limitar su misión a una serie de objetivos más modestos y factibles.
La verdad es que Europa no contribuye demasiado a la construcción del Estado en Afganistán
Esta línea de razonamiento demuestra una sana dosis de realismo. Pero la insistencia en un mandato más reducido también tiene sus riesgos. La experiencia de otros conflictos en lugares tan distintos como Nigeria, Colombia y el Cáucaso sugiere que dejar de lado la política fundamental de la violencia no sirve más que para hacer que el proceso de estabilización sea más largo, difícil y costoso. Y esas críticas llegan tarde: la estrategia dominante ya es la que se basa en la contención y la conveniencia política. Tras la retórica, en la práctica, los objetivos de Reino Unido y Europa en Afganistán consisten ahora en mantener «sujetos» a los insurgentes, no en construir instituciones nacionales fuertes y transparentes.
Los limitados fondos europeos que van a Afganistán no representan precisamente un esfuerzo apabullante para implantar un modelo institucional occidental. De los donantes europeos, sólo Reino Unido, Alemania y la Comisión Europea han dado a Afganistán más de 100 millones de euros anuales en concepto de ayuda al desarrollo. Otros dan menos de lo que envían a pequeños Estados en África y Latinoamérica. Reino Unido no ha asignado más que 20 millones de libras (23,43 millones de euros) para la labor de gobierno y el sostén democrático entre 2008 y 2010. Estados Unidos ha invertido más en la construcción de instituciones, pero sus esfuerzos también son limitados: en Afganistán, ha dedicado más dinero a la lucha contra la droga que a las reformas de gobierno, y ha prestado poca atención a los vínculos entre las dos cosas. La reconstrucción afgana es algo de lo que se habla mucho pero en lo que se hace poco. El compromiso de la OTAN de construir un Estado afgano ideal es, en general, puramente retórico.
La crítica habitual es que, en su intento de encajar la democracia liberal occidental en Afganistán, a la comunidad internacional le ha faltado pragmatismo. Pero los datos dicen otra cosa. Por ejemplo, el mes pasado, un breve alto el fuego en la provincia de Badghis supuso colocar el control de la seguridad de los colegios electorales en manos de los talibanes; sin embargo, recibió el aplauso de la ministra de Defensa, Carme Chacón, que visitaba el país en aquel momento. Occidente apoya de manera preferente, y cada vez más, los consejos tribales de ancianos y los procesos tradicionales de justicia independientes del Estado.
Quizá sea muy difícil crear un Estado modelo en Afganistán. Pero no debemos tener la audacia de poner en duda las aspiraciones de los afganos. El mayor fallo de la intervención de la OTAN ha sido la tendencia a suponer lo que quieren y necesitan los afganos. La tarea de construcción nacional debe dejar suficiente margen para las variaciones locales. Tampoco debe caer en un relativismo que evoque una mentalidad colonial y desprecie la capacidad de adaptación de los afganos a la política moderna. Los afganos deben asumir el papel protagonista. Cuando los representantes afganos toman la iniciativa de buscar ayuda exterior para construir un Estado moderno, hay que preguntarse qué legitimidad tienen los occidentales para decirles que no deben albergar esperanzas.
La verdad es que Europa no contribuye demasiado a la construcción del Estado en Afganistán. Hay tendencia a realizar pequeñas operaciones de ataque contra los insurgentes en las que se hace un gran uso de las fuerzas especiales angloamericanas. Mientras, los diplomáticos y los responsables del desarrollo no pueden actuar por las serias restricciones que sus respectivas capitales ejercen sobre sus movimientos. El peligro, más que el de imponer un modelo excesivamente occidental y prístino en Afganistán, es el de irse al otro extremo, poner el listón muy bajo para justificar una rápida retirada europea.
No se trata sólo de la necesidad de más helicópteros ni de la cuestión del volumen de tropas. Lo que se necesita es una estrategia que supere la brecha entre las ramas militar y civil de la misión, una «estrategia de conjunto» que lleva mucho tiempo pidiéndose pero sigue sin conseguirse.
Durante los próximos días y semanas, surgirán voces resentidas que señalarán que los comicios afganos tienen fallos, que las elecciones no bastan para construir una democracia y que Occidente está obsesionado con las elecciones como medida de progreso. En realidad, los preparativos para la cita electoral reflejan la cambiante e insuficiente dedicación internacional a la reforma. La constante incapacidad para conferir poderes a la Comisión Electoral afgana ha contribuido enormemente al fraude en el censo.
La estrategia de la OTAN en Afganistán no debe reducirse a encontrar a los líderes talibanes «apropiados» para negociar con ellos. Si nos retiramos del país a base de pactos localizados como el de Badghis, destruiremos toda esperanza de construir unas instituciones estatales responsables. No somos quiénes para jugar con el futuro de Afganistán. Y tampoco nos interesa.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Edward Burke es investigador en la Fundación para las Relaciones Internacionales y el Diálogo Exterior (FRIDE)