NO se le puede negar a Rodolfo Ares que como animador callejero no tiene precio. Ha enviado a la Er-tzaintza a un recorrido festivo de quíteme este cartel que ni en los mejores años de la reforma del Régimen. Además del entretenido quita y pon, por el camino, y de paso, han caído algunos golpes y otras consecuencias más graves que a un señor con porra, aunque se lo reconvierta en servicio de limpieza, le puede el instrumento, con perdón.
La guerra de las fotos y represión de manifestaciones que nos deja el verano aparecen como el principal balance transcurridos holgadamente ya los cien días del gobierno de Patxi López y entrando en pleno regateo presupuestario. Principal y casi exclusivo. No se le conocen apenas otras actuaciones, parece que éste haya sido el más apremiante problema del país. Y que la principal acción de un gobierno venga del Departamento de Interior no parece señal muy positiva. Pero no en vano, el propio pacto con el PP, que posibilitó el gobierno de facto socialista, hacía ya especial hincapié en las cuestiones identitarias.
En la justificación de estas actuaciones del gobierno socialista se ha articulado un cuerpo teórico, la doctrina de la deslegitimación de la violencia. En esencia, se señala que la lucha contra el terrorismo ha de erradicar también las bases sociales sobre las que se construye la justificación de la violencia política. Se trataría de afrontar y combatir una falsa situación de normalidad, en la que las calles estaban tomadas por la izquierda abertzale, de abrir espacios de libertad. En una discutible y extensiva interpretación del delito de enaltecimiento del terrorismo, se prohíben y reprimen manifestaciones, se criminalizan txupineros y txosnas o se persiguen carteles y fotos incluso en el interior de establecimientos hosteleros. Ares llega incluso a recomendar la guía del txikiteo políticamente correcto, invitándonos a no entrar a determinadas tabernas (quizás una opción más razonable que mandar a la Policía).
El foco principal de las actuaciones englobadas en la estrategia de deslegitimación de la violencia parecen dirigirse, en efecto, sobre la izquierda abertzale. Pero no sólo. Pueden contextualizarse en la misma las otras pocas actuaciones destacadas del gobierno socialista. En primer lugar, el sonado borrado por expansión del mapa del tiempo de ETB, que ha rozado lo ridículo desde su inclusión en el pacto de investidura. Vuelve a argumentarse en base a la necesidad de eliminar ficciones que son la base de la justificación de la violencia. La eliminación del euskara como lengua vehicular en educación, aplaudida también por el PP, sólo puede justificarse desde una igualmente ideológica asociación del euskera con posiciones ideológicas. Finalmente, la respuesta institucional y de medios afines tras el atentado mortal contra Eduardo Puelles trasladaba el argumento de que se trataba de una respuesta nueva y contundente que no se había dado hasta entonces.
Así pues, al argumento central de erradicar las bases sociales sobre las que se legitima la violencia, suma a la estrategia de la deslegitimación otro argumento colateral: el nacionalismo no hace lo suficiente, por connivencia ideológica. Con lo cual todo esto empieza a sonarnos conocido. La tan manida estrategia de deslegitimación aparece en última instancia como un revival más o menos light de la doctrina Ermua acuñada por Mayor Oreja y plasmada en el Pacto Antiterrorista. Desde la ansiedad represiva de Ares, que emula y casi enuncia el «a por ellos», hasta la manipulación política de las reacciones institucionales tras los atentados, que Aznar llevó hasta el extremo. De nuevo deslegitimación se convierte en sinónimo de represión desmedida, intento de deslegitimación del nacionalismo vasco en su conjunto y de legitimación del nacionalismo y Estado españoles. Ramón Zallo apuntaba que Ares, por su sainete veraniego, parece el consejero de Interior del gobierno de Mayor Oreja y Redondo Terreros y en la doctrina de la deslegitimación el nuevo gobierno no dista mucho de las bases ideológicas del que hubiera encabezado Mayor, eso sí, menos beato.
Pero, ¿se trata de una estrategia efectiva? Indudablemente, en España lo es. Especialmente desde los sucesos de Ermua, la lucha armada, aprovechando el impacto de sus acciones, ha sido reconvertida desde el Estado en un elemento de estabilización y de renacionalización, con considerable éxito social. La cultura política instalada en España en este proceso hace que la mano dura y la caña al abertzale esté, en general, bien vista. La estrategia de la deslegitimación es aplaudida por los medios de comunicación y por gran parte del electorado. El PSOE, que ya experimentó los problemas que acarrea en España un proceso de negociación, se ha apuntado en su segunda legislatura a las tesis de la derecha, con lo que la neutraliza electoralmente en ese campo, aún a riesgo de perder apoyos en Catalunya y Euskal Herria, precisamente los bastiones de su última victoria electoral.
¿Y en Euskal Herria? La doctrina de la deslegitimación ha tenido un efecto colateral inmediato: estimular y legitimar, valga la paradoja, a grupos ultraderechistas, envalentonados en ataques a los monolitos de la memoria histórica o en recuerdo a Lasa y Zabala. La extensión ilimitada de la sospecha de enaltecimiento del terrorismo a elementos simbólicos y de recuerdo y la justificación de la mano dura pueden suponer el caldo de cultivo para estos ataques, en expresión tan del gusto de Ares o Basagoiti.
Por lo demás, no parece que la doctrina de la deslegitimación tenga en Euskal Herria el éxito social que en España. Las actuaciones contra elementos simbólicos o el derecho a manifestación han generado notable malestar entre el mundo nacionalista vasco, más viniendo de un gobierno cuya legitimidad se cuestiona. Incluso entre algunos sectores próximos al PSE se han podido ver con suspicacia ciertas acciones con elementos de sectarismo. Pero Ares insiste en que se trata de una apuesta a largo plazo. Y así parece ser. Porque una cosa es que todo este tipo de actuaciones generen malestar y otra que el mismo se pueda articular políticamente. La desmovilización es el corolario de la estrategia de la deslegitimación, su objetivo y la condición última que la posibilita.
La sociedad vasca experimenta un notable proceso de desmovilización social, fruto de los reiterados fracasos en los procesos de resolución del conflicto, que afecta a todos los ámbitos, desde la izquierda abertzale a las movilizaciones contra la violencia. La estrategia de la deslegitimación apunta a mantener movilizada su propia base, aún perdiendo algunos apoyos y arrastrando grupos ultra, al tiempo que provocar una desmovilización por hastío entre las bases soberanistas. A pesar del malestar generado, éste no encontraría cauces efectivos de expresión política, lo que derivaría en frustración y desmovilización. Esa es la apuesta de fondo. Su éxito dependerá no tanto de un PNV en estado de desconcierto y de abandono de posiciones soberanistas, sino de lo que ocurra a su izquierda. De que las fuerzas a la izquierda del PNV sean capaces de superar la trampa de la acción-reacción, así como la fragmentación y una estéril lucha por la hegemonía, y articular un bloque político de izquierda sobera.