El aeropuerto, que hasta hace poco era antesala de la aventura, se ha convertido hoy en un espacio marcado por rutinas y protocolos que, en nombre de la seguridad, ponen a prueba nuestro orgullo, sentido común y paciencia. Para arquitectos, agentes del orden y políticos, los aeropuertos son el espacio alfa de la responsabilidad, una especie de ciudad-maqueta en la que practicar con figuritas en movimiento a las que hay que recibir, filtrar, conducir y expedir. Son, en cierto modo, lo que los grandes puentes fueron antaño: la obra pública que mejor ilustra el progreso y transforma nuestra vida cotidiana. Vamos, la hazaña arquitectónica con la que promocionar cualquier gestión política.
De hecho, ninguna obra o espacio público posee hoy la capacidad que tiene el aeropuerto para reflejar y definir nuestra relación con la autoridad. Aquí rige la vanguardia del contrato social, pero ensayado a la baja. Este es un laboratorio en el que medir nuestro nivel de tolerancia. No faltan excusas: se buscan armas, gérmenes o sin papeles.Y por ello aceptamos que nos palpen, descalcen y fuercen a ritos cuestionables destinados a infundir sensación de seguridad. Los aeropuertos son ahora heridas abiertas sobre las que aplicar medidas desesperadas, cataplasmas que adoptan las formas más impensables: bolsitas de plástico para llevar a la vista nuestro neceser, esponjas húmedas que debemos pisar para desinfectar nuestro calzado, mascarillas capaces de detener una gripe… Infinidad de medidas, en suma, que no hallarán en estaciones de tren, autobuses ni en puertos turísticos. Tampoco en esas estaciones se confunden, como en el aeropuerto, uniformes públicos y privados. En este paisaje de logos, marcas y corporaciones aladas, se produce una siniestra fusión de la autoridad empresarial y la pública. Una y otra lucen gorras, escudos, charretas y raya en los pantalones. A una y a otra acabamos obedeciendo sin distinción.
Pero más allá del sentido simbólico o psicológico que estas medidas puedan adquirir (siguen mostrándonos cómo ponernos el salvavidas en viajes que no sobrevuelan el mar), el conjunto de estas instrucciones parece aspirar a que desistamos de usar el sentido común en nuestras reclamaciones. La normativa responsable de tantas y sutiles humillaciones no resiste el filtro de la lógica, pero no puede decirse que sea inútil: educa en la docilidad a una masa acostumbrada a confundir sus derechos con su idiosincrasia. Además, ese espacio es sólo una parte del tránsito. Sin el aclimatamiento al que nos somete el aeropuerto,
¿quién se resignaría al menguante espacio que nos espera en el avión? Es entonces cuando uno se percata de lo apropiado del aspecto del aeropuerto: nada en él cultiva las emociones.
Resulta curioso que en una sociedad fascinada por la tematización de espacios y actividades, los aeropuertos rehúyan precisamente esa condición. Bien al contrario, están diseñados para no saberanada.Ni nos informan escenográficamente del destino al que llegamos ni, lo que es más curioso, enfatizan la idea de que el aeropuerto forma parte del viaje, de la aventura. En su brutal neutralidad, el aeropuerto no miente: la ilusión termina aquí. No es hora de soñar con nuestro destino ni lugar para ciudadanos de piel fina.
Concéntrense en los trámites, desconfíe de la gente y piense bien qué pasillo debe tomar. Y, sobre todo, no discuta ninguna petición ni decisión del agente uniformado. (Una funcionaria me retiró una bolsa de compras en un aeropuerto de enlace. Cien euros en tequila que fueron directos, supongo, a su casa. Ante mi estupor, ya que realicé la compra en el aeropuerto precedente, clavó su mirada en mí y espetó: «Is there any problem, sir?» Que traducido quiere decir: ¿Desea perder una hora sentado en un despacho?)
A pesar de todo, el aeropuerto se resiste a la banalización. Seguimos considerándolo un lugar especial, para el que incluso solemos cuidar el atuendo. ¿Nostalgia? Ni el avión, ni el aeropuerto, ni el mismo hecho de viajar pueden tener hoy el glamur de un tiempo en el que todo ello estaba reservado a unos pocos. Pero la inercia está ahí, a pesar de todo lo que ha cambiado. En sus primeras representaciones, el aeropuerto se mostraba como el lugar desde el que despegaban y aterrizaban los aviones. Así aparece en folletos, ilustraciones escolares y fotografías en las que se da la bienvenida a estrellas y presidentes.
Además de la torre de control, lo que caracterizaba su fisonomía era el mirador desde el que despedir o dar la bienvenida. Ningún gran aeropuerto ofrece hoy esa oportunidad. Es más, la pista parece un lugar proscrito a nuestra mirada. Un aeropuerto es hoy un espacio interior, desde el que no es posible ver claramente cuanto le rodea y cuya estética procura una continuidad con el interior del avión y, por supuesto, con el aeropuerto de destino. Ya sólo falta que, en nombre del ahorro energético, los aviones prescindan de ventanas para que la mímesis sea total.
El viaje aéreo ya no se entiende pues como un placer, sino como un trámite. Y para que este pase rápido y sin huella, hemos aprendido a viajar en estado de hipnosis, entumecidos, aletargando al quejoso que llevamos dentro. La suspensión empieza antes de que el avión despegue.
El aeropuerto, como modelo de gestión, ha vendido así su efectividad también como I+ D en ingeniería social. Basta pensar en la plaza del Forum, en Barcelona, para darse cuenta de cómo un gran espacio público es diseñado hoy. El aeropuerto ya no es un apéndice de la ciudad, sino su modelo. Sostiene Paul Virilio: «Nos dirigimos hacia la ultraciudad, la ciudad que no llegamos a conocer, una ciudad que no genera pertenencia
– de centro y periferia-,sino movimiento. De ahí la importancia de las estaciones, que ya no son tan sólo estaciones sino centros urbanos que ocupan grandes superficies con sus contenedores y aeropuertos. En cierto modo se han convertido en núcleos (hubs) de la globalización.»
Es por ello que la imagen del aeropuerto como limbo, espacio de excepción y espera, ya no sirve. El aeropuerto se vende hoy como una réplica agigantada del espacio más común y rutinario: la oficina. Y en esta superoficina, bañada por un wi-fi bien promocionado, parece más adecuado abrir el portátil y vestir traje con corbata que ir luciendo una sonrisa vacacional.
No es este, entonces, un lugar para transformaciones y distensión, sino un teatro de la normalidad en el que primero hay que pasar por taquilla.
Como cada verano, la realidad discutirá muchas de estas ideas: habrá esperas eternas, las camisas floreadas superarán a las corbatas, cundirá la desinformación y algunos ciudadanos cabreados hasta levantarán la voz.
También las catedrales sufren a turistas, historiadores y estudiantes, impermeables por lo general a la fe, sin que el sentido original de su arquitectura quede mermado.