Esta es una de esas situaciones tan habituales que se van gestando lentamente amparadas tanto por la indiferencia general como por la falta de perspectiva social. La actual imbricación entre lo urbano y lo rural es un hecho que no escapa a la vista de nadie por ser fácilmente palpable y verificable. Pero lo que para muchos es calificado de fotografía ejemplar, fruto de un desarrollo natural y necesario, es en realidad el resultado de un proceso generado de una manera a todas luces desigual cuando no discriminatoria.
De la más absoluta separación y desconocimiento mutuo se pasó a un apremiante interés por parte del tipo urbano hacia un mundo rural que resultó ser fuente inagotable de datos provenientes de una cultura que comenzaba a sentir las primeras consecuencias del olvido. La recopilación de información, la protección y difusión de la misma, así como su promoción, se volvieron tareas de realización imperiosa, al menos desde el punto de vista urbano. Se abrieron museos, se editaron cientos de libros y se fueron recuperando viejos sonidos y melodías.
El medio rural ya no resulta tan ajeno a la cotidianeidad urbana, pero aún así el acercamiento no se esta realizando de una forma equitativa y la balanza, como no podía ser de otra manera, se inclina a favor de una sociedad consumista y necesitada de estímulos externos continuos. Pronto la cultura proveniente del ámbito rural se convierte en folklore puro y duro, pierde su valor original y se traslada a la ciudad con todos sus bártulos para trabajar al servicio del emergente turismo. Ahí continúan los museos etnográficos y los cientos de libros y estudios que explican hasta la saciedad lo que en realidad un porcentaje más bien escaso de la sociedad vasca conoce y reconoce como propio. Y la preocupación por ello es mínima.
Mientras tanto, la invasión del medio rural es un hecho constatable y las consecuencias de esa «apertura» a las nuevas tecnologías y los constantes proyectos de mejora y desarrollo son más que evidentes y cuestionables. La absorción cultural se ha llevado a cabo en beneficio de esa sociedad ávida de producir y consumir, de promocionar, rebajar y, en definitiva, vender. Lo cultural ya se ha ubicado estratégicamente dentro de la cadena de producción, desdibujándose en muchos casos su intención primera, la de proteger y transmitir unas costumbres y tradiciones que se estaban perdiendo a pasos agigantados y que, por otra parte, nos han descubierto la existencia de una identidad diferenciada. Sin embargo, la recuperación de lo cultural apenas se está dando desde su lugar de origen, sino que por contra se ha visto trasladado y servido en bandeja en el ámbito urbano, para finalmente perderse dentro de la incontrolable red de datos que supone Internet. Una vez obtenido el producto y sacado provecho de él, el tipo urbano se ha adentrado en el medio rural de una manera casi grotesca, invadiendo su espacio, introduciendo aquello que ya no cabe en la periferia urbana. Ahora, quien se acerca al mundo rural está buscando una vía de escape al ajetreo urbano y , salvo honrosas excepciones, lo hace sin renunciar a ninguna de las comodidades propias de su ámbito habitual.
No hay evidencia más triste y decepcionante que la de acercarse a uno de nuestros pequeños núcleos poblacionales, verificar allí mismo esa separación entre los conceptos urbano y rural y llegar a la conclusión de que la colonización es real e imparable.
Las consecuencias sociales y medio ambientales son accesibles en su comprensión para la sociedad vasca en general. Es este el momento de debatir la proyección cultural, política e identitaria de este proceso supuestamente necesario y beneficioso para el desarrollo y crecimiento del pueblo vasco, como también es el momento de cuestionarse el patrón por el cual determinadas fuerzas políticas están diseñando ese irrenunciable desarrollo socio-económico basado prioritariamente en lo político y económico y no tanto en lo cultural.