Existe un dicho que afirma que las comparaciones son siempre odiosas, pero en esta ocasión haremos una excepción amparándonos en la distancia temporal que separa las dos realidades políticas a evaluar. La conclusión a la que llegaremos aún está por ver, sin embargo y con toda probabilidad no sorprenderá en demasía a nadie.
Proclaman que vivimos en una democracia y lo hacen con el siempre discutible orgullo de quienes han alcanzado esta situación tras años, quizás siglos, de luchas, de constantes avances y retrocesos, de cometer errores y rectificar para después reafirmarse en sus principios. Y que ésta, y no otra, es la realidad política ideal, valida e inviolable.
Lo que muchos desconocen es que ya hubo «otras democracias», más concretamente en los primeros siglos de existencia del Reino de Navarra y que, salvando las distancias temporales, sociales e históricas, no tendrían mucho que envidiar a las actuales. Obviamente estamos hablando de situaciones políticas influenciadas por variantes muy distintas entre sí, pero aún así es posible situarlas una frente a la otra dejando en manos de cada uno la calibración de los hechos y la obtención de alguna conclusión.
A aquellos que no conocen en profundidad la historia de Navarra les resultará extraño encontrarse con la circunstancia de que en la Alta Edad Media los reyes navarros eran elegidos por el pueblo; es decir, que no ocurría como en otras monarquías de la época en las que el rey era nombrado como tal por obra y gracia de Dios.
Encontramos aquí una peculiaridad organizativa del pueblo vasco que lo va a diferenciar con respecto a esas otras realidades políticas que le rodean, sobre todo teniendo en cuenta el protagonismo que aquel había adquirido en cuanto al gobierno del Reino de Navarra. Y no sólo esto, si no que el rey debía jurar fidelidad a los Fueros, respeto e incluso mejora de los mismos si se diera el caso, entendiéndose éstos como los usos y costumbres propios del pueblo vasco, de origen inmemorial y base de su identidad.
Como en cualquier época de la historia, esta forma de entender el poder del rey sobre sus súbditos tuvo su lado oscuro, traducido en conflictos sociales y discrepancias políticas. Pero no por ello deja de sorprender cómo un reino, el de Navarra, otorgó tanta importancia a la voz de su pueblo, haciendo hincapié en algo tan esencial para aquel como lo eran los Fueros. Respeto por el autogobierno y defensa de las poblaciones ante posibles amenazas externas e internas: estos debieron de ser los principios básicos de los reyes navarros durante parte de la Edad Media.
Regresamos al presente para encararnos a la situación actual y nuestra primera impresión no puede ser otra más que la resumida en estas cinco palabras: nos están negado la voz.
Bien es cierto que han pasado cientos de años, pero también lo es que las cosas no han seguido su curso natural y que todo ello ha desembocado en lo que hoy en día conocemos como «democracia». Sigue existiendo ese pueblo vasco cuya identidad particular se apoya en aquellos usos y costumbres, pero a día de hoy se encuentra, desde el punto de vista social, totalmente fragmentado, circunstancia ésta que seguramente será bienvenida por algunas facciones políticas actuales.
Ya no hay reyes navarros, ni Fueros que acatar; no obstante esto es lo de menos, puesto que la historia evoluciona y determinadas situaciones sociales y políticas pueden y deben ir cambiando, variando a su vez las figuras principales de una nación o su forma de autogobierno. Lo lamentable es que al pueblo se le está negando algo básico, su voz, su opinión y, lo que es peor, se le ha restado importancia a éstas no solo en cuestiones de política, si no también en otras relacionadas con temas de índole económico, cultural o medio ambiental.
Nadie en su sano juicio desearía que las cosas fueran como en el medioevo, pero es del todo creíble que el pueblo vasco quiera recuperar su derecho a levantar la voz y ser escuchado, a ofrecer su punto de vista, debatir y tomar sus propias decisiones, aunque de ser así probablemente llegaría a darse una situación un tanto surrealista, puesto que muchos no sabrían qué decir, otros no querrían escuchar a los demás y el resto, con un poco de suerte, se prestaría al dialogo, pero con condiciones. Hasta aquí hemos llegado, o mejor dicho, hasta aquí nos han arrastrado.