Por regla general, para estropear el día a un escritor lo mejor es decirle que sus novelas son un bodrio, es decir, un absoluto aburrimiento. Se trata de un sistema directo, sin pelos en las encías y nada amigo de componendas. Cabe apuntar, en consecuencia, que la crítica actual jamás recurre a este modo de quitarse de encima los bodrios que se publican en todo tipo de editoriales, incluidas, por supuesto, las más importantes del Estado: Alfaguara y Planeta, especialmente.
También cabe la postura del crítico cruel e inteligente, quien, considerando que el elogio es lo que menos ayuda a mejorar a un escritor, lo alaba a sabiendas de que es muy malo. En realidad, no conozco a ningún espécimen crítico de esta calaña, aunque, por la crítica tan bondadosa y apañada que algunos hacen, aletea la sensación de que el mundo de la crítica estuviera lleno de este tipo de sabandijas.
Como el valor de la crítica no depende de sí misma sino de quién la hace y en dónde se publica, los resultados de tales comentarios pueden producir en el lector resultados antitéticos. Yo, por ejemplo, agradezco a Ayala Dip que diga de un escritor que es de «rango superior». Me evita leer a dicho escritor. Y, al contrario, si García Posada afirma de una novela que es «de ínfima categoría novelesca», estoy convencido de estar ante un novelista digno de ser leído. La experiencia me lo ha confirmado en cuantas ocasiones he puesto a prueba la sabiduría del lugar común de ambos críticos.
Cuando se anunció que el Nobel de literatura de 2006 había recaído en el turco Orhan Pamuk, un escritor del que no había leído ninguna de sus novelas y del que sí había legañado algún artículo elogioso de Juan Goytisolo, del que se decía amigo suyo, mi entusiasmo inicial por la lectura de Pamuk se deshizo al instante. Sinceramente: no me fia- ba del criterio amistoso de Goytisolo, quien jamás ha hecho crítica de las novelas de sus amigos, sino hagiografía. Está bien guardar la ropa y la fidelidad a los amigos, pero habrá que convenir en que todo lo que escriben y publican no es digno de ser publicado.
En ocasiones, la calidad de las críticas que se hacen a ciertos escritores y a ciertas novelas está en relación inversa con su calidad narrativa. Es cierto que obras importantes han recibido críticas muy agresivas. Y, al revés, otras impresentables el beneplácito complaciente y paternalista de ciertos críticos, los cuales, más entusiasmados cuanto peor era la obra, se han esforzado en meter choto por liebre y salvar un producto del fracaso más calamitoso.
Lo que resulta un poco difícil de entender es que haya críticos que fascinados por una obra, que subjetivamente consideran importante y muy buena, sean objetivamente hablando incapa- ces de hablar de ella sin caer en la fácil trampa de la banalidad. El caso de la escritora Rosa Montero me bastará para describir lo que sugiero.
Ignoro si Pamuk es buen escritor. Yo no lo he leído y, por tanto, no puedo opinar. Pero cuando se le concedió el Nobel apareció en la prensa un conjunto de críticos y escritores que para bien de los ignorantes, entre los que me encontraba, trató de convencernos de lo atinada que estuvo la Academia Sueca disponiendo que la pedregada de euros de 2006 recayera en un turco. Nada de extrañar que el periódico de Polanco le dedicara comentarios elogiosos. Faltaría más. Parte de la obra en español de Pamuk está editada por Alfaguara, editorial del grupo Prisa.
De entre todos los artículos laudatorios, el que más me llamó la atención fue el que le dedicó Rosa Montero. Llevaba por título “Este hombre raro” (13-X-2006). En él aseguraba, cual pitonisa locuaz, que Pamuk sería premio Nobel. De acuerdo con estas dotes adivinatorias, el turco «reunía todas las papeletas exigibles para estos galardones cada día más descaradamente politizados». O sea que a Pamuk le dieron el premio, porque tocaba políticamente. Desde luego, muy sutil no parece que sea Montero, experta en espatulomancia. Es verdad que transmitir por escrito el entusiasmo que una obra te ha producido en el vello o en el bazo no es fácil. Pero somatizar la lectura está al orden del día, y hablar desde esa impregnación corporal e intelectual debería notarse cuando uno se topa con un monstruo del sintagma, como al parecer, y según Montero, es Pamuk.
Y aquí viene lo paradójico. Porque Rosa Montero lo que dice de Pamuk se lo dice a todos los escritores que son guapos. O sea: que «en las fotos sale fatal», que «es mucho más guapo al natural», y que como persona «resulta bastante inolvidable», vaya vaya. Ciertamente, unos comentarios profundísimos para entender de qué van las novelas y la estética narrativa del turco.
Claro que, quizás, sería preferible que Montero siguiera hablando en este tono, porque cuando escribe de Pamuk como escritor lo hace todavía peor. Y, si no, veamos: Pamuk «es un escritor espléndido y creador de un mundo propio»; «tiene una mirada personal» y es un «poderoso narrador». Increíble.
¿Cómo es posible hablar de modo tan zafio para alabar a un escritor, cuyos «libros ejercen una especial fascinación»? ¿Quizás porque Montero no haya leído ninguno de sus libros? Muy posible. Aunque cabría una explicación más retorcida, pero no por eso falsa. Etimológicamente, fascinación procede de fascinus. Y el fascinus era el falo del hombre. Como lo oyen. Según cuenta Quignard, la mujer romana ante la presencia del fascinus quedaba fascinada, es decir, presa de una parálisis facial y, al mismo tiempo, obsesa por poseerlo e incapaz de reflexionar. ¿Es de esta naturaleza la fascinación que siente Montero por Pamuk? Lo ignoro, pero repárese en que Montero habla en su panegírico más de la fascinación que siente hacia la persona que al escritor.
Claro que la última frase con que cierra su hagiografía pamukera resulta tan increíble como asombrosa. Afirma que Pamuk es un espléndido escritor porque es inmaduro. Lo que faltaba por oír. Montero dándoselas de experta psicóloga y sugiriendo que «tal vez no se pueda ser un buen novelista sin un rincón de inmadurez». ¿No hablará por propia experiencia? Si fuera así, preguntaría entonces si se puede ser buen crítico, al estilo de Montero, sin una pizca de idiotez, sea fascinada o no.