Hace unos años, un crítico de postín se preguntaba: «¿Son los premios literarios una lotería?». Responder afirmativamente sería piadoso, pero nada verdadero. Apelar a la lotería es reclamar la presencia del azar y de la fortuna. Pero en el premio Planeta la única suerte es la del teléfono, la del agente literario, la recomendación, el cheque por los servicios prestados, o el encargo o apaño sin ningún tipo de escrúpulos éticos. Todos los ganadores del premio incluidos Marsé, Gala, Vázquez Montalbán, Muñoz Molina y el último Pombo, dechados de virtudes éticas y predicadores urbi et orbi de las mismas, se prestaron en su día a perpetrar con premeditación y alevosía naturales la actual estructura pútrida del premio.
El premio Planeta es el más corrupto de los existentes en el panorama español. Como dirían los obispos, intrínsecamente corrupto. Lo más grave del asunto es que dicha corrupción importa un higo chumbo a la crítica literaria, a los escritores y a las instituciones que tienen que ver con la literatura. No sólo, escritores, que se aprestan al amaño del premio, aceptan y consagran como buena una situación que refleja el nivel de miseria moral al que son capaces de inmolarse algunos escritores, por conseguir una millonada de euros y acogerse así a una jubilación prematura. (Luego dirán que no escriben por dinero, contraviniendo el dicho del doctor Johnson quien afirmaba que «sólo los tontos escriben por amor»).
El premio Planeta goza ya de tal impunidad y de tal arrogancia que ni siquiera oculta sus vergüenzas inmorales. Al contrario, las presenta como garantía de su bondad intrínseca.
Lo más penoso es ver a gente ingenua capaz de hacer un paquete con su novela y enviarla por correo certificado al Premio Planeta. Este año, se aseguró que el pelotón de ingenuidades esperanzadas alcanzó la escalofriante cifra de cuatrocientas doce. A la vista del proceder de Planeta, sería inútil aconsejar a los escritores que el próximo año no se presenten a dicho premio. Porque a Lara Bosch le importa un rábano que haya concursantes o no. El premio ya lo tiene apalabrado, y el finalista, pues, quizás, también. Además, si nos dicen que se han presentado trescientas o cuatrocientas novelas, ¿por qué hemos de creer semejante cifra, si quien nos lo dice está instalado en la más estructural mentira? ¿Alguien, ajeno al chanchullo del premio, ha visto tales novelas?
También produce cierta repugnancia ver el montaje mediático que se forma alrededor de una inmoralidad, aplaudida por las más altas esferas de la política, que si la ministra de cultura, que si el presidente de la Generalitat, y hasta el Príncipe de Asturias. La verdad es que entiendo que ciertas instituciones públicas arropen con su presencia lo que es un negocio privado. ¡Les importa tanto la literatura!
Claro que lo que colma el vaso del despropósito semántico es la desfachatez de presentar dicha entrega como «un acontecimiento literario». ¡Es que es para troncharse de risa! ¿Acontecimiento? Charlotada, más bien. ¿Literario? ¡Por favor! Se trata de un acto meramente mercantil y mediático donde la literatura acaso resida únicamente en la forma de vestirse los pesebristas que aparecen aplaudiendo semejante astracanada.
No he leído la novela del ganador de este año, Alvaro Pombo. Y no creo que lo haga, porque ya estoy escarmentado con sus novelas anteriores. A mí me ha re- sultado curioso constatar que ni siquiera los textos de sus analistas más elogiosos han logrado sustraerme de la idea de estar ante un escritor rancio, pelma, pedante; en suma, un peñazo. Al contrario, sus comentarios, tan pedantes como las novelas del escritor, han aumentado mi desazón. Por eso me extraña que Planeta haya encargado el premio a un escritor que más parece de los llamados de culto que de ventas espectaculares. (Al parecer, pretenden curarse de espanto después de la metedura de pata del año pasado, cuando premiaron una novela que era, lo sigue siendo, un bodrio).
Pero no importa. Porque ya verán ustedes cómo se apaña la editorial para que los críticos digan que Pombo «ha ganado un premio merecidamente». Tan merecidamente. Ahora bien, ¿cómo lo sabe el crítico de turno, si no conoce, ni cono- cerá, cómo eran las otras obras concursantes?
Si ya de por sí la existencia del premio Planeta es un baldón ignominioso en el curriculum ético de un escritor, más lo es que haya críticos y escritores que lo justifiquen. Según sus palabras, la literatura actual no sería lo que es sin Planeta. Más aún: no existiría la literatura sin dicho premio.
Lo que sostienen el crítico Rafael Conte y el escritor A. Muñoz Molina recibió en 1991 el premio Planeta, también amañado, por «El jinete polaco», da mucho mal que pensar. Conte publicó en Babelia un artículo en el 2002, titulado Cincuenta planetas a la deriva. En él, el senil crítico se dedicaba a festejar las gracias de un industrial de la edición, justificando sus manejos extraliterarios, sin la menor crí- tica, sin la menor censura a una trayectoria, donde se mezcla la literatura con los negocios, los presuntos valores literarios con la publicidad. Si alguna institución ha conseguido que el mercado dicte la estética de cierta literatura en estos años, esa institución se llama Planeta. Y no es un elogio, sino un ominoso cargo.
Más grave me parece lo del escritor Muñoz Molina, quien en 2005, durante la inauguración del curso «Medio siglo de literatura española. Historia del Premio Planeta», sostuvo que «el Planeta ha creado un tejido profesional para la literatura en España».
¿Sugiere, acaso, Muñoz Molina que el Planeta ha conseguido disponer de una camada de escritores que, después de «apañar» un premio con la editorial, han dispuesto cada mes de un cheque mensual para vivir sin preocupaciones materiales y dedicarse así, a pierna suelta, a la literatura? ¿Acaso sugiere Muñoz Molina que estos escritores son los únicos que ostentan la representación por excelencia de la literatura en España? ¿Acaso piensa Muñoz Molina que sólo aquellos escritores que se dedican en exclusiva a escribir, porque un «chulo» les paga semejante capricho, son los mejores escritores? Seria higiénico para Muñoz Molina que reparara en que ninguna de las novelas y textos que escribió después de 1991 superan estéticamente a las que ya había emborronado en su primera época, cuando era un muerto de hambre y no se había convertido aún en un «santo».
¡Tejido profesional! Estaría bien dejarse de eufemismos y decir que ese «tejido profesional» es producto de un comodón estatus conseguido mediante un sistema injusto e inmoral, fruto de la servidumbre voluntaria de un escritor que no tiene escrúpulos en vender su dignidad y ética por un millón de platos de lentejas.