Hoy, con motivo del noveno aniversario de la inauguración el 18 de octubre de 1997 de Guggenheim Bilbao Museoa, conviene hacer alguna reflexión sobre este acontecimiento al que se le atribuyen cualidades maravillosas para Bilbao, la metrópoli y su población.
Al analizar el Guggenheim se debe hacer una radical distinción entre su arquitectura, el museo con su gestión, y los milagrosos efectos que se le afirman. Se trata de un afortunado episodio principal y casi exclusivamente arquitectónico, escasamente museístico y relativamente cultural, de curiosidad colectiva, con efectos lúdicos y sociales convulsivos. Su atractivo e influencia durará todavía unos pocos años más hasta que la moda cese: más dura será la caída. Delatará a todos los que sólo confían y engañan, augurando la felicidad social, el bienestar colectivo y el porvenir económico, en la transformación a una extraña ciudad de servicios, artificiosamente turística, que carece de los tradicionales atributos de reclamo de estos lugares: una fisonomía urbana de atractivas panorámicas con mar y playa, un centro histórico coherente o un patrimonio monumental de gran interés. Es absurdo imponer una identidad postiza endeble, renegando de una acreditadísima tradición y capacidad industrial sobradamente demostrada a lo largo de muchas generaciones en muy diversos lugares.
El exterior del edificio es el lugar donde la humanidad, una vez fotografiado el perro Puppy del acceso superior, ha culminado el viaje, muchísimos ni siquiera entran. El espíritu mercantil americano que lo preside ha conseguido una extraordinaria e impensable difusión mundial que en otras circunstancias, incluso con la misma arquitectura y mejor contenido artístico, no hubiese posiblemente alcanzado.
No es un elemento mayoritariamente aglutinador de los intereses de los habitantes de la villa ni tampoco responde a una implicación de la ciudadanía en la transformación de la ciudad, con decisiones en las que no han sido consultados y menos participado. Los vascos en general y en particular los bilbainos no nos identificamos con éste museo, las estadísticas lo demuestran, y quizá seamos críticos por su indisimulado afán comercialista y el secretismo, en todas sus decisiones, que todavía se padece, sujeto a las órdenes de la Solomon R. Guggenheim Foundation, que es quien gobierna la franquicia.
Se ha convertido en un sitio carnavalesco, donde lo mismo se muestran motocicletas que colecciones de modistos como Armani, a los que no sólo se cede gratuitamente el recinto sino que incluso se monta y regala toda la exposición. Es un escenario por donde una masa social adinerada y mayoritariamente inculta, restos de una burguesía retrógrada, a la que horrorizan los museos, ahora se persona y pasea periódicamente para inauguraciones, cenas y otros festejos, exhibiendo su vanidad y banalidad. Pocas veces la cretinidad ha alcanzado el rango de elite social.
El Guggenheim es un brillante ejercicio de fantasía arquitectónica convertido, gracias a los medios de comunicación, en un objeto de enorme repercusión mundial, en un icono muy reconocido que está en Bilbao y que, obviamente, pertenece a la historia de la Villa. No está claro cual es el objetivo y destino de este edificio que contiene un museo. Es una equivocación creer que el número de visitadores del edificio, por elevado que sea, la mayoría fugaces transeúntes por la villa, sea un índice de prosperidad y riqueza de la Villa. Es, asimismo, evidente que ha beneficiado económicamente, en el sector terciario, hostelería y transportes y cierto comercio. Euskalduna Jauregia, en su función de Palacio de Congresos, aporta más riqueza económica que los peregrinos del museo. El Guggenheim no es por tanto, en ningún caso, un elemento de recuperación urbana. Cualquier otro edificio de carácter público hubiese hecho el mismo efecto de transformación. Este es un error que la frivolidad de políticos y los tópicos los medios de difusión trasmiten, incrementado por el servilismo y rutina de demasiadas revistas de arquitectura, tantas veces en realidad una recopilación de fotos y textos ininteligibles, acentúan para desorientación colectiva de sus ojeadores.
El Guggenheim ha situado a Bilbao, con un hecho alóctono pensado como reclamo turístico, en un escaparate propagandístico que sirve, entre otras razones, para justificar y amparar demasiados desaciertos urbanísticos y otras cosas. «Es el sino del siglo del signo» (Josep Quetglas, arquitecto)
El urbanismo es el verdadero generador de la mejora de la calidad de vida urbana. La arquitectura, incluso siendo de buena calidad, no garantiza en absoluto por sí sola el cambio y mejora de la ciudad, y un solo edificio, aunque sea emblemático, mucho menos. Es por lo tanto una falsedad habitual, fruto de la ligereza de los análisis, confundir espectacularidad arquitectónica, sensacionalismo mediático, mercadotecnia y difusión, con regeneración urbana. La supremacía de la forma sobre la función propicia que el espectador sea más relevante que el usuario: lo mismo podría decirse de la Pasarela de Uribitarte, absurdamente llamada por su color Zubi Zuri (puente blanco). La recuperación de una ciudad debe empezar por su sentido y compromiso con la naturaleza circundante. El lugar será más armónico, bello y humano cuando la inserción de los elementos artificiales, de lo construido, sea equilibrada considerando el entorno, el medio ambiente, las preexistencias como condicionantes imprescindibles a valorar. Más valioso cuanto mayor sea el patrimonio monumental recibido y dignamente conservado. Asimismo, será más social, sensato y justo cuando la ciudadanía participe responsable y creativamente en su formalización.
Bilbao, como tantas otras ciudades, es mucho más diversa y compleja que lo que se enseña o intuye. Tampoco la villa y su arquitectura parten de la nada como se deduce del insulso discurso de gentes con cargos pero sin autoestima. Había y hay cosas, muchas interesantes, bastantes bellas, otras brillantes, e incluso algunas excepcionales. Entre ellas el Ensanche
Parece que la capacidad de transformación de la ciudad contemporánea es sólo posible con la importación de modelos ajenos proyectados por arquitectos forasteros famosos con licencia para propalar falacias y proyectar cosas, por caprichosas y absurdas que sean. Tendencia impulsada por el anterior concejal de Urbanismo Ibon Areso y despropósito que se adecua a lo que el arquitecto Jorge Silvetti advierte: «Algunas ciudades piden al arquitecto estrella un trofeo más que un edificio».
A la vista de este descalabro urbanístico de adición de ir colocando objetos arquitectónicos apátridas (de autor notable) sobre un escenario predispuesto para el espectáculo, surge una elemental pregunta ¿Sobre este Bilbao diseñado con calculadora, existe una idea de ciudad, concebida con solvencia, real y pragmática, convincente y aceptable, socialmente justa, ambientalmente sostenible y culturalmente consciente de sí misma?
En el borde fluvial más céntrico de la Villa, entre los puentes del Ayuntamiento y Euskalduna, sobre los antiguos terrenos industriales de Uribitarte donde se encontraba desde 1931 el extraordinario almacén portuario del Deposito Franco, ¿como es posible que convivan en esos 1.200 m con el Euskalduna y el Guggenheim ya construidos la inteligente y creativa arquitectura del Museo, con un urbanismo especulativo y suburbial torturado con dos absurdos rascacielos en Uribitarte y la aborrecible construcción (arquitectura es otra cosa), del zafio bazar Zubiarte, verdaderos fraudes a la ciudad, a la ciudadanía y al urbanismo? Una ofensa al paisaje.
Todo lo trascendental que ha sucedido a lo largo de la historia en Bilbao es debido a su carácter industrial, portuario y comercial; un pasado reciente parcialmente perdido. Su obsolescencia ha proporcionado la ocasión necesaria. La verdadera recuperación urbanística, incluso metropolitana, acontece en torno a la Ría con tres proyectos trascendentales: el agua, el puerto y la movilidad. Se analizarán en un próximo artículo