No hay crecimiento sin sufrimiento. Todos los procesos de aprendizaje, de maduración y de emancipación individual o colectiva son lentos, difíciles y llenos de momentos de desencanto. La historia nos dice que casi siempre todo gran avance, ya sea político, científico o social, va precedido de una o de diversas dilaciones. Es improbable que una meta plenamente alcanzada no haya requerido antes la inteligencia de saber dar un paso atrás en el momento oportuno. Y eso es así, porque no hay líneas rectas en los caminos de la vida. Toda meta humana es inalcanzable sin la capacidad de reconocer las propias limitaciones. Y los catalanes y los vascos, es bien sabido, tenemos nuestras limitaciones. Algunas son idiosincrásicas, forman parte de nuestra naturaleza, otras son fruto de la adversidad, responden a hechos puntuales. De todos modos, esas limitaciones, por más que lo parezcan, no son un enemigo añadido a nuestra subordinación nacional. No lo son porque quienes nos quieren subordinados también tienen sus limitaciones; quienes se nos declaran superiores y nos dicen que no somos nadie para decidir por nosotros mismos, también están, mal que les pese, irremisiblemente subordinados a su propia naturaleza. Esta es la sabia ironía de la vida, la que nos recuerda no sólo nuestra vulnerabilidad sino también la de nuestros enemigos.
Por eso mismo carece de sentido que el pueblo vasco caiga en la trampa de un nuevo Estatuto que, como el de Cataluña, probablemente constituirá un fraude y una legitimación de la hegemonía española. Hay un infantilismo enfermizo en toda lucha titánica por mejorar las condiciones de vida en un internado en lugar de abandonarlo. Es como si el luchador encontrara más cómodo batallar contra sí mismo que contra su opresor. A muchos pueblos subordinados les ocurre lo mismo. No se dan cuenta de que cuanto más irrealizable les parece la independencia nacional más se reafirma en su interior la falsa certeza de esa impotencia. La independencia, sin embargo, no es un premio que un padre omnipotente concede por buena conducta, la independencia es un derecho que ejerce todo ser humano cuando se convierte en adulto o toda colectividad nacional cuando toma conciencia de que la igualdad entre los pueblos no es posible sin el respeto por su singularidad. Pero, ¿dónde está la autoconciencia, si una nación accede a subordinar la voluntad de su Parlamento a la de otro Parlamento?
No es necesario reflexionar demasiado para comprender que nación y Estatuto son términos contradictorios. Las naciones adultas no tienen Estatuto, les naciones adultas tienen Constitución. Pero ¿dónde está la Constitución vasca? ¿Dónde está el documento que avala su personalidad jurídica? ¿Dónde está la Carta Magna que la equipara en derechos y deberes a las otras naciones soberanas del mundo? Euskal Herria no tiene nada de eso, y no lo tiene porque el intento de sus vecinos de convertir en españoles a los vascos del sur o en franceses a los vascos del norte se mantiene inalterable a lo largo del tiempo. No importa quien gobierne en España o en Francia, todos sus gobiernos, absolutamente todos, han tenido y tienen un objetivo común: la desaparición del pueblo vasco como identidad nacional diferenciada.
Por todo ello, es preciso que los vascos con conciencia nacional guarden las diferencias que les dividen hasta el día siguiente de la independencia y se concentren en conseguir la internacionalización de su conflicto político. La manifestación del pasado 18 de febrero en el centro de Barcelona y la del 1 de abril en el centro de Bilbao fueron un gran éxito, ciertamente, pero ya son historia. Ahora toca Bruselas, ahora toca Estrasburgo. La próxima manifestación multitudinaria de reivindicación nacional debe ser catalanovasca y ante las instituciones europeas, porque es allí, en calidad de europeos, donde catalanes y vascos debemos recordar a los demócratas de todo el mundo que la Asamblea General de les Naciones Unidas aprobó una resolución según la cual «El derecho de los pueblos y de les naciones a decidir por sí mismos es una condición previa a la aplicación de todos los derechos fundamentales del ser humano».
Si no somos capaces de subordinar nuestros intereses personales o de partido, Cataluña y el País Vasco jamás recuperaran su independencia. Basta, pues, de divisiones internas, basta de malgastar energía midiendo el grosor de la legitimidad de cada cual. Lo verdaderamente importante no es que Cataluña o Euskal Herria sean de izquierdas o de derechas, sino que sean libres para decidir que quieren ser. Y es en ese objetivo que debemos concentrar toda nuestra fuerza para conseguir la cohesión de las naciones sin Estado de la Unión Europea, una cohesión de naciones que se exprese con una sola voz en el Parlamento de Estrasburgo. Hablo, por tanto, de cohesión interior y de cohesión entre Euskal Herria y los Países Catalanes, de cohesión con Galicia, Escocia, Gales, Flandes, Córcega, Irlanda del Norte…, hablo de unidad de objetivos y de unidad de criterio para alcanzarlos. Esta es la clave de nuestra fuerza, y el día que la ejerzamos será tan poderosa que nos parecerá increíble que una cosa tan elemental no se nos hubiera ocurrido antes.
Francia y España se encuentran al final de su historia imperial. No importa que no quieran darse cuenta de ello: su ciclo vital está llegando a su fin, y con su muerte nace otro ciclo que será su antítesis. Será un ciclo marcado por el declive de los Estados imperiales y la aurora de los pueblos pequeños y verdaderos. Y entre esos pueblos, no nos quepa la menor duda, estarán Euskal Herria y los Países Catalanes.