El último comunicado de la organización armada ETA ha revuelto el gallinero mediático-político y en el griterío cada cual ha desarrollado el papel que se esperaba de él mismo, acomodándose al guión de coro de opereta –quizá sería mejor decir de zarzuela- que es la política española.
A decir verdad sería lamentable que la citada organización armada volviera sobre sus pasos y debería reflexionar sobre su capacidad real de influir en un proceso que debe ser dejado en manos de la sociedad de Euskal Herria –Navarra- El aparente estancamiento del proceso era previsible, porque España no tiene ningún interés en resolver el conflicto –de la misma manera que Israel tampoco quiere resolver un conflicto en Oriente medio que le obligue a renunciar a sus propósitos expansionistas- Quiere esto decir, por lo que se refiere a Euskal Herria, que ETA no representa un auténtico problema para el Estado español y que la actuación de la organización es perfectamente asumible por España, porque constituye la cortina de humo que oculta la profundidad del Problema vasco. La aparente inmovilidad del Gobierno español responde con toda seguridad a una estrategia que busca la rendición, sin más, de la organización. El griterío del Partido Popular también se acomoda al guión de un grupo político que muestra desde hace años la total falta de sentido político y visión de estado que le caracteriza; un grupo que para resolver un problema de estado, por miedo a quedar en evidencia ante la opinión pública, elige siempre meterse en un problema de mayores dimensiones -así se explica su gestión de la crisis del Prestige y la del 11-M, ocasiones en las que los responsables de esta formación política parecieron más preocupados por cómo conseguir mantener la silla bajo el trasero, que por afrontar un problema de estado generado por su imprevisión-. El P.P. ahora grita porque perdería sentido la mayor parte de su discurso, caso de producirse la disolución de ETA.
Las reacciones de los partidos y otros agentes sociales tampoco se han salido del guión, sea éste el que reclama que la organización armada no pretenda tutelar el proceso, o insista en la necesidad de que se limite a disolverse como único requisito para que se establezca la paz tan ansiada. La iglesia española, y su sucursal vasca, reclama el arrepentimiento y penitencia, pretendiendo erigirse en referente moral para el que nunca ha hecho méritos, menos con nuestro Pueblo; sin reconocer que Euskal Herria es el auténtico agredido y España el agresor, dándose la circunstancia de que siempre esa Institución se ha posicionado a favor de la misma España.
Lo cierto es que van ya para cinco meses los del alto al fuego, sin que, por su parte, el Gobierno español y su partido hayan dado el menor paso en dirección de la distensión. Este gobierno está demostrando que es dueño de la situación y parece buscar la exasperación de la organización armada, con el fin de que vuelva a las andadas, frustrando las esperanzas generadas en el seno de las fuerzas soberanistas que quedarían desanimadas, caso de volver a producirse la ruptura de la tregua. La razón última de que el proceso de distensión no se haya iniciado, a parte de la propia estrategia del gobierno español, reside en la percepción simplista del conflicto que se ha impuesto en el seno de la sociedad española y en bastante medida en la vasca, sinceramente soberanista. Digo percepción, sensibilidad, que no motivos justificados y razonados. La opinión pública en general se encuentra mediatizada por el poder fáctico que integran organizaciones políticas españolas, los media y el grupo social que se ha erigido como casta intelectual. Este conjunto ha impuesto la imagen de un Estado democrático y libre, basado en los valores que se atribuyen los sistemas políticos así denominados y en los que el ejercicio del poder, sea de las asambleas representativas, o la administración, desde el más alto nivel en el Gobierno de la Nación a los ayuntamientos locales, es expresión incuestionable de la voluntad social. ETA no puede ser apreciada desde esta perspectiva, sino como un ataque malvado contra unos valores de orden político que no admiten discusión. Pero la condena abarca, igualmente, a todo planteamiento defendido desde una perspectiva soberanista vasca, que se resiste a entender los valores universales encerrados en el orden político y social vigente. La sociedad española alimenta su imaginario, también, con una serie de lugares comunes que se aplican a lo vasco en general; racismo, etnocentrismo, falta de solidaridad, etc., lo que lleva a que sea mirada con recelo y desprecio.
Se entiende que la única responsabilidad del contencioso entre España y Navarra –Euskal Herria- corresponda a los vascos que han roto la armonía de la construcción de una Nación –España- que finalmente podía dejar atrás sus viejos traumas, al desaparecer Franco. De ahí que para el conjunto de los españoles no exista otra solución que la simple rendición de ETA, principal responsable de romper tal armonía y, desde luego, la exigencia de responsabilidades a sus miembros por haber incurrido en crímenes tan negros, que deben purgar pudriéndose en la cárcel. Por lo que se refiere a los soberanistas que no han incurrido en delitos, deben abandonar sus ilusas aspiraciones, dejar a un lado sus pretensiones de aumentar el grado de autonomía que ha puesto en manos de las nacionalidades la presente constitución española, pretensiones que hacen peligrar la ecuanimidad de la organización estatal y, finalmente, aceptar integrarse en el actual marco estatal que resuelve problemas históricos de España, como son el viejo autoritarismo y la centralización obcecada.
Es comprensible la manera airada con la que se producen intelectuales y periodistas españoles al abordar estos temas. Asumir que el régimen que dejó Franco sea democrático y respetuoso con las nacionalidades es demasiado para quienes en otro tiempo condenaron, casi con igual virulencia, al Fascismo y la opresión de las naciones vasca y catalana. Es conveniente en consecuencia insistir en que el sistema político vigente fue propiciado por el acuerdo de los franquistas con sedicentes demócratas. A los auténticos se sigue aplastando sin consideración, en unos casos mediante el aislamiento de los disidentes y en otros violentado los principios democráticos más irrenunciables, como son la libertad de expresión, la ilegalización de partidos y haciendo sospechoso de connivencia con el delito a todo el que se niega a integrarse en el sistema; todo ello con especiosos argumentos, según los cuales, mostrar una actitud de cierta comprensión hacia los motivos del delincuente, equivale a ser cómplice y ejecutor del delito mismo. A decir verdad, un sistema político que no ha soltado el lastre que le dejo el viejo dictador, Franco, no puede erigirse en referente ético. Si resulta tan horripilante a la sociedad y Estado españoles la violencia, no se entiende que mantenga como un patrimonio nacional la momia y mausoleo del Dictador, quien llegó a afirmar que estaba dispuesto a cargarse a la mitad de sus compatriotas con el fin de cumplir sus propósitos; no se entiende que los viejos franquistas puedan transformarse en demócratas y no se entiende ninguna de las dependencias que hacen del actual sistema político español, por tantas razones, una continuación de la dictadura.
La reivindicación soberanista de Navarra –me estoy refiriendo a la auténtica Navarra, la configurada en Estado y Nación como resultado de las aspiraciones de nuestro Pueblo y en absoluto a la C.F.N. provincia española o comunidad autónoma- es un derecho legítimo e irrenunciable, y cuando digo legítimo, tengo en cuenta que otros planteamientos contrarios lo podrán ser de manera individual, pero en absoluto en un marco político que nace de la imposición y de la opresión de un Pueblo, como sucede con el Estado español y el Pueblo vasco. Cualquier legitimación que se pretenda del actual status esta viciado de principio, como lo expresa meridianamente claro aquella afirmación tan querida a los responsables de la política española que siempre se remiten a la legalidad vigente como único marco aceptable de acción política, siendo así que el soberanismo empieza por cuestionar el mismo.
Que no se nos hable de violencia, cuando todavía nuestras retinas se encuentran obscurecidas por el humo de Beirut; que nadie nos hable de la incuestionable virulencia con la que ha actuado ETA. Pensamos, no obstante, que un sistema político que ha tenido estómago para digerir la criminal Dictadura franquista y tragarse las cloacas del G.A.L. y toda la violencia con la que se actúo en la denominada transición, puede considerar un aperitivo los excesos de ETA en un mundo en donde cualquier Estado de los llamados democráticos ha tenido menos consideración hacia los individuos y bienes materiales de los pueblos.