El fuego de Atapuerca

De la piedra desechada por los hombres he hecho la piedra angular de mi casa, dice el Talmud. Recientemente he visitado el yacimiento arqueológico de Atapuerca, y sorprende la cantidad de piedras de desecho que allí se recogen, se investigan y sirven para edificar novedosas construcciones de la ciencia. Los depósitos de la Sima de los Huesos, la Gran Dolina, la Sima del Elefante… Ya sé que estamos en pleno proceso de paz y todo lo que no mire al futuro, en esta carrera hacia la modernidad tardía en que estamos empeñados los vascos, nos resulta molesto y superfluo. Y sin embargo qué fascinante es el ser humano que emerge de los viejos cantos, de los huesos que, entre sus marcas de hachas de sílex y dientes carniceros, van destilando insólitas lecturas del pasado.

Atapuerca, justo en la frontera del antiguo territorio navarro, a una decena de kilómetros de Burgos, fue el escenario de una de las batallas peor libradas para el futuro (hoy presente) del pueblo vasco. Allí comenzó Castilla a ganar terreno al viejo reino vascón. Pero nada de ello inquieta el sosiego del yacimiento, poco propenso a agitarse con sucesos transitorios. Las simas colmadas de Atapuerca son un registro, un archivo estratográfico de nuestro mundo. Entre un millón y medio y apenas unos miles de años, el período de memoria que atesora cubre los antecedentes más inmediatos de eso poco que somos y lo mucho que nos creemos. ¿Qué representan a su lado dos mil años de dominio religioso y de pensamiento del Vaticano? ¿Qué ofrece la Iglesia, con su versión creacionista del barro, la costilla de Adán y el dedo divino, en comparación con ese inmenso archivo de la evolución, diente a diente, hueso a hueso, ordenados y guardados en cada sedimento, debidamente datados?

En efecto, cada poso de ese millón y medio de años registra una escena, de vida o muerte, de caza y supervivencia, de canibalismo o de atenciones y cuidados a miembros desvalidos de la tribu. En ellas las figuras estelares no fueron siempre los homínidos; también participaron elefantes, rinocerontes, lirones, murciélagos, osos…

El yacimiento se creó por un cúmulo de casualidades. La piedra caliza de Atapuerca se disuelve bajo el efecto del agua a lo largo de millones de años, y en sus cuevas interiores encontró refugio todo tipo de animales, que se disputaban el uso y disfrute de las mismas. El ser humano, en sus versiones sucesivas de Homo Antecessor, Heidelbergensis y Sapiens (todavía no ha aparecido ningún resto de Neanderthal), halló en ellas guarida, reposo y otras facilidades como lugar de caza, vertedero o enterramiento. El emplazamiento de Atapuerca, estratégico lugar de paso entre los valles del Ebro y el Duero, vía de acceso entre Europa, los Pirineos y la meseta peninsular, asegura una nutrida afluencia de los personajes más pintorescos de todo tiempo. Para más casualidad, a lo largo de estos milenios la erosión y también el obrar humano fueron cubriendo las cuevas con sucesivas capas de sedimentos hasta colmarlas por completo. Cada época, una capa. Una sobre otra, como memorias y copias de seguridad. Todo bien guardado y sellado.

A principios del siglo pasado una línea de tren abrió una zanja en el borde de la sierra y cortó tres puntos de las cuevas, dejando el relleno de los sedimentos depositados al descubierto.

Si en algún momento un grupo de cazadores asaltó una gruta desprotegida y se comió a ocho niños de otra tribu, en el depósito correspondiente aparece registrado el delito, con restos de los cuerpos devorados, en un sistema de grabación y denuncia que para sí quisieran Sherlock Holmes o cualquiera de los grandes detectives de estos tiempos.

En otra capa aparece la cabeza de un rinoceronte, posiblemente descarnado por hienas, roedores y otros carroñeros. Huesos de elefante, de osos, seres humanos… En una de las actas de este escenario de la vida de la selva se lee que cierto día unos animales quedaron atrapados (¿cayeron dentro? ¿Se derrumbó la entrada? No consta el dato) y unos cazadores oportunistas que los descubrieron tomaron unas piedras, las partieron y construyeron las herramientas allí mismo. Mataron a las bestias entrampadas, las despiezaron y se las comieron, todo ello in situ. Y el documento fósil certifica que allí quedaron los restos del festín, los huesos, las herramientas utilizadas y las esquirlas de su equipamiento improvisado. La naturaleza ejerce de notario.

El yacimiento de Atapuerca ofrece muchas reflexiones sobre la naturaleza humana (orígenes, evolución, datos genéticos, comportamiento simbólico…). Uno de los investigadores explica que la cocina nos ha hecho humanos. La cultura, que comenzó alrededor del fuego. Recuerda al mito de Prometeo, el semidiós griego que arrebató el fuego a los dioses y lo entregó a los hombres. El fuego, la cocina, la cultura, el habla. Quizás, en medio de nuestros conflictos, no estemos tan desencaminados, y hallemos nuestro futuro en sidrerías, pucheros y otros menesteres de nuestros cocineros.