Hace unos días se publicó una noticia que fue recogida con entusiasmo en los medios de comunicación, Filipinas abolía la pena de muerte. Sin embargo a ese dato habría que añadir otro detalle que no se ha mencionado, en el país asiático se sigue aplicando la pena de muerte aunque sea de forma «extraoficial».
En las mismas fechas otros dos informes han pasado más desapercibidos, cuando no han sido ostensiblemente ignorados. En éstos se indica por un lado que desde que la actual presidenta Gloria Macapagal-Arroyo (GMA) está en el poder, varios centenares de militantes de organizaciones de izquierda o de movimientos sociales han muerto como consecuencia de ejecuciones y de la guerra sucia, al tiempo que cerca de 150 están «desaparecidos». En el segundo texto se presenta la cifra de ochenta periodistas que han muerto en Filipinas desde 1986 (46 desde que GMA es presidenta), a manos generalmente de fuerzas parapoliciales y bandas relacionadas con agentes corruptos.
En febrero de este año se ha cumplido el vigésimo aniversario de la llamada revuelta «Poder del Pueblo», donde la población civil y los militares forzaron pacíficamente a que el dictador Ferdinand Marcos abandonara el poder y el país. En estos veinte años, la inestabilidad es la característica de Filipinas, si exceptuamos el período de relativa calma que se vivió bajo los seis años de mandato de Fidel Ramos en la década de los noventa. En realidad estos años han sido una sucesión de movimientos militares, protestas populares, una economía en declive, la pobreza creciendo cada día y afectando a una parte más amplia de la población, un índice de natalidad muy elevado y una situación política condicionada por las constantes conspiraciones e intrigas de la élite política del país.
Desde que asumió el poder en 2001, tras otra revuelta popular contra el entonces presidente Joseph Estrada, Arroyo ha estado envuelta en escándalos y controversias que han afectado de forma muy importante su credibilidad. En este tiempo ha sido acusada de manipulación electoral, mientras que su marido ha sido señalado como organizador de la ilegal red de «juegos de azar» del país. Por ello no extraña que muchos analistas locales señalen que el gobierno de GMA «tiene una imagen asociada directamente con la corrupción, ha perdido buena parte de su legitimad y tiene cada vez menos credibilidad».
Fragmentación política
El fracaso de la reforma democrática en Filipinas tiene su clave en el modelo elegido. La reforma política ha permitido que las élites que apoyaron la dictadura continúen inmersas en el escenario político de todos estos años. Ninguno de los colaboradores de marcos ha sido perseguido judicialmente por su apoyo y colaboración en la dictadura, y la propia familia del dictador está presente en la lucha política actual.
Las clases dirigentes de la dictadura comprendieron, al hilo de los cambios mundiales que se estaban dando, que para mantener su estatus dominante ya no necesitaban del modelo dictatorial y se embarcaron en la reforma democrática, que era cambiar la fachada para que no cambiase nada. Las críticas de este modelo han llevado a que un importante político filipino señale que «la democracia no es una condición para el progreso económico. No al menos, como nosotros la hemos practicado». Otras fuentes no dudan en calificar este modelo como «democracia de baja intensidad», «democracia limitada» o «poligarquía».
La reforma llevada adelante por la esa élite política con el apoyo de Washington, buscaba mantener ese dominio económico y político y de ahí que apostasen por la restauración de ciertas libertades, pero «restringiendo la democracia a una mera cita electoral». En los últimos años dentro de esas clases también se ha estado gestando una importante división que se traslada a una verdadera lucha por el poder entre ellos y a que en la sombra se estén dando una verdadera lucha de intereses por hacerse con el mismo.
En estos momentos una alianza de fuerzas centristas y conservadoras, la jerarquía católica, los empresarios y algunos sectores de la socialdemocracia está buscando acabar con el mandato de Arroyo, contra quien, por otros intereses, también están maniobrando fuerzas militares y otros sectores de la escena política filipina, como las fuerzas conservadoras en torno a Estrada.
Desde las organizaciones de izquierda también se está articulando una alternativa a arroyo pero también a este régimen corrupto que se escenifica con la reforma filipina. Laban ng Masa (Lucha de masas) es una coalición de organizaciones de izquierda que apuestan por la creación de un gobierno revolucionario de transición. A través del mismo buscan impulsar cambios económicos y políticos, como frenar las políticas neoliberales como las privatizaciones y el libre mercado, y poner en marcha la reforma agraria.
Estados Unidos
Por su parte el Partido Comunista de Filipinas (CPP) y su brazo armado el Nuevo Ejército del Pueblo (NPA) siguen lanzando importantes ofensivas por todo el país en estos meses, al tiempo que han decidido su participación electoral en torno al nuevo sistema de listas, que reserva una porción de escaños para los grupos con menor representación. El avance de las fuerzas del CPP preocupa a los militares filipinos que no dudan en calificarlo como su «primer problema», por encima de la lucha contra la insurgencia islamista.
Y en este decorado vuelve a asomar la mano de Estados Unidos, tradicional aliado de los gobiernos filipinos. En estos momentos la embajada norteamericana de Manila es uno de los centros con más poder en el archipiélago, por ella pasan buena parte de los que buscan lograr una influencia en los quehaceres diarios de Filipinas. En línea con el papel que históricamente ha venido manteniendo EEUU (intervenciones políticas, financiar a determinados grupos e individuos, operaciones militares y secretas…), la embajada busca garantizar los intereses de Washington en el país y en al región, y para ello no duda en activar y apoyar a los que serán sus marionetas locales en Filipinas.
No es casualidad que ese incremento de la guerra sucia y la violencia parapolicial coincidan con el incremento de la ayuda militar de EEUU a Manila, y con la activación de una campaña «contra-insurgente» conjunto de ambos países. Desde fuentes militares no se tiene ningún reparo en señalar que no hay diferencias sustanciales entre guerrilleros y activistas de izquierda. «Éstos son legales pero están cometiendo actividades ilegales» ha señalado un alto mando militar filipino. Siguiendo estas teorías no es de extrañar el auge de la guerra sucia, para unas fuerzas donde la frontera entre insurgente y activista político simplemente no existe, por lo que aplicar la «pena de muerte» no significa ningún error.
Hoy en día la llamada «democracia filipina» está en una complicada situación, presentando un aspecto muy frágil, las instituciones políticas en la que se debería sustentar están más cerca del colapso, su economía está enraizada en la corrupción más que nunca y los líderes políticos envueltos en continuas peleas sin fin. Los que aplauden el fin de la «pena de muerte» oficial en Filipinas harían bien en prestar atención al rosario de violaciones de derechos humanos que presenta el gobierno filipino y poner los medios a su alcance para que la población de Filipinas pueda acceder a una mejora sustancial de sus condiciones de vida, tanto políticas como sociales.
TXENTE REKONDO.- Gabinete Vasco de Análisis Internacional (GAIN).