Decir que toda persona es inocente -art. 11 de los derechos humanos- hasta que no se demuestre lo contrario no debe ser suficiente para ciertos políticos. Políticos -caso de que hayan revisado alguna vez la declaración de la ONU- a quienes, por su supuesta representatividad, habría que exigirles una mínima discreción y mesura. Que el Sr. Sanz, nuestro Miguelico el justiciero, llame asesinos a miembros de la izquierda abertzale, más que incontinencia, que le sobra, resulta cinismo y obscenidad. Ambas son cualidades que sus cofrades del PP derrochan con ilimitada desvergüenza. No condenan, luego apoyan, por tanto son asesinos etarras. Un argumento que solo puede tener cabida en los planteamientos fascistas e incongruentes de la derechona o de una intelectualidad mediocre e interesada de la corte; y, por supuesto, de algunos jueces corruptos y agradecidos.
La torpeza de su argumentación es tan infantil, y al propio tiempo tan escandalosa, que si no fuera por el ambiente tan torticero y antibasco en que se mueven, de aplicar su misma lógica, todos ellos debieran estar encausados e ilegalizados, por asesinos o cómplices.
Es evidente; si para poder gozar de los derechos democráticos: libertad de asociación, poder ser elegido para los cargos públicos de la política, etc., etc., hay que condenar la violencia, aquí se salvan muy pocos. En principio, no conozco ninguna ley que me obligue a expresar mis sentimientos ante determinados hechos; pero si así fuera, no se libra «del rey abajo ninguno», ni el propio rey, digámoslo claro.
No se libra Europa, apoyando a un estado terrorista como Israel o no condenando abiertamente al Sr. Bush, el primer terrorista y asesino (¿quién en su sano juicio lo puede negar? No se libra el PP, que apoyó esa criminal guerra (¡como aplaudían los condenados a su líder!), ni el PSOE, tan ansioso por hacerle la cama a los gringos. ¿Tendrán que condenar todos ellos la violencia del tejano, o la de Putin, o la de Fox, o la de…? La lista sería interminable. Pero pocos gobiernos hacen ascos ante la colaboración o el negocio con semejantes asesinos y «estructuras de violencia»; y si no, pregunten al Sr. Solana.
Así que basta de hipocresía. O condenamos todos (y ya es hora de condenar de una maldita vez el franquismo) o cállense y no me sean tan sinvergüenzas y cínicos.
En el foro de Porto Alegre, un activista musulmán, un tal Ahmed Ben Bella, nos achacaba a los «globalizados»: «Este sistema que ya enloqueció a las vacas, está enloqueciendo a la gente; y los locos, locos de odio, actúan igual que el poder que los genera».
¿No es algo similar, lo que la derecha, o más propiamente, la ultraderecha está tratando de sembrar en nuestro ambiente? ¿No da la impresión que trata de inficcionar este nuevo oxígeno, este proceso de paz que está revolucionando nuestras venas, de esperanza?
Solo quieren su paz. La de los pueblos sometidos, silenciosos o envilecidos. La de los pueblos que callen y olviden mientras solo ellos los roban y los usurpan. Quieren al pueblo con las pupilas humilladas y con las manos abiertas y agradecidas a sus migajas. ¡Harto los hemos conocido a estos caciques del miedo, del palio y la intolerancia!
¿Qué haremos? Porque con estos energúmenos poco vale la palabra y el espíritu de la razón y la concordia. «Los dueños de la tierra sólo razonan bombardeando», decía E. Galeano. Yo añadiría, o con «santas cruzadas», o encarcelando la libertad de la palabra, o torturando la sed de justicia o clausurando los parlamentos donde la verdad, la historia de un pueblo o los verdaderos biorritmos de ese pueblo fluyan sin trabas.
No están preparados para vientos de libertad. Algo habrá que hacer, pero yo al menos quisiera por una vez escaparme de esta vieja y sucia noche de las últimas décadas.