En el alto de Erreniaga se fundían el humo de los campos quemados y los celajes de la tarde agonizante. Los beamonteses Luis y Francés de Beaumont, señor de Arazuri, vieja estirpe de vendepatrias, mercadeaban con el invasor castellano el reparto de privilegios y del botín de su ignominia.
La avaricia gritaba en sus pupilas sanguinolentas, corazón de chacal. Sobre la mesa, los jirones de la soberanía nabarra. Con ellos, perversos mercaderes de la misma camada, bizcaínos y guipuzcoanos ofrecían al imperio los despojos del viejo reino bascón.
Un pueblo que hundía sus raíces en su apuesta por la libertad, “pro libertate patria gens libera state”, y el celo por sus tradiciones, había engendrado trasuntos de Caín, con entrañas de víbora. Eran los colaboracionistas, garantes de un camino sin retorno a la España antibasca.
Abajo, por los trigales abatidos, miles de cuerpos rotos. Y lodo de sangre, el de los patriotas que prefirieron la muerte al sometimiento a un imperio, el que siempre procuró arrojarnos de la historia.
Los hijos del mariscal de Nabarra, los Belaz, Remíriz de Baquedano, los Jaso, transitaban magullados y humillados por los caminos sombríos del destierro. Se les moría en el alma la luz de la tarde, se les moría la propia alma, se les apagaba la Nabarra libre. Pero nunca la esperanza de volver a una Nabarra soberana. Nunca el sueño de que a través de los siglos el anhelo del retorno a su Nabarra perviviría en el corazón de Euskalherría.
“Basco de linaje y nabarro de nación”, se reivindicaba Francisco de Jaso. No dejaremos de repetirlo mientras persista la manipulación y la perversa tergiversación que hace de la historia la Navarra española.
Para los Jaso, la batalla de Noain supuso la muerte de un deudo, Martín de Xabier. Conllevó asimismo la situación de “fuera de la ley”, por su denuedo en combatir al invasor castellano, de los hermanos de Francisco, Miguel y Juan. Previamente, en el 1516 el Cardenal Cisneros, seguramente impulsado por el sagrado celo del Dios de los ejércitos, arrasó y saqueó la residencia de los Jaso en Xabier. Lo propio hizo con sus torres del Baztán. Francisco vio morir a su padre, aquejado por la pena de la destrucción de su patria.
En 1521, fecha de la batalla de Noain, Xabier de Jaso tenía 15 años. Es de suponer que ante estas trágicas calamidades que Castilla infligió a su familia y a toda Nabarra la repulsa y el odio se asentarán en el corazón del joven Xabier. Máxime cuando como un vulgar expatriado había de viajar con salvoconducto cántabro o portugués.
Estos hechos, inexorablemente, convertían al joven Jaso en un anticastellano o antiespañol, si se quiere, visceral. Que la lejanía y la misión emprendida pudieron calmar esta animadversión, ¡auskalo! El tratamiento que la Navarra oficial y española esta ritualizando en torno a nuestro personaje, hay que decirlo sin ambages, es una infamia y un insulto contra la memoria de Xabier de Jaso. Podrán españolear, si les apetece y cuela, con San Fermín, Espoz y Mina o la jota nabarra; pero con Francisco de Jaso nunca; es una indecencia histórica y moral.
La batalla de Noain, como Aljubarrota, Montes claros y Villaviciosa en el caso de Portugal, han configurado el devenir del pueblo luso en un caso y del nabarro en otro. Hoy uno es soberano; el nuestro, subyugado. Era la dinámica propia de los imperios, donde el “iure belli” y el “manu militari” decidían las aspiraciones de los pueblos.
Hoy, los que creemos en una democracia con todas sus consecuencias, exigimos que la soberanía nunca dependa de la fuerza de las armas, sino de la voluntad de los pueblos. Porque a un pueblo sin estado, cuando se reivindica como tal, se le imponen jueces arbitrarios, corruptos y prevaricadores; leyes ominosas, cárceles y torturas abominables. Y sobre todo porque se le niega la palabra ante el contexto de las naciones, cuando se le desacredita y se esparcen infundios sobre sus espaldas.
El pueblo nabarro perdió en Noain su soberanía, pero, como recalca Mari Puy Huici, nunca sus aspiraciones. Siglos, añade nuestra admirada historiadora, duró la conquista. Yo añadiría: y perdura, al menos en el corazón de muchos nabarros.
Lo acontecido en Noain debe hacernos reflexionar fríamente y sin intereses partidistas a todos los bascos. El proceso de paz no es como tendenciosamente se dice la última oportunidad. Es simplemente una gran oportunidad, y espero que, mientras no consigamos nuestras aspiraciones, nunca se agote el tiempo, nunca se pierda el camino.
Ellos, los nabarros españoles, han dicho “Hay que hacer más Navarra”. Estoy absolutamente de acuerdo en la forma, evidentemente, nunca en el fondo. Ya hemos comprobado durante estas últimas amargas y pesarosas décadas en qué se basa su construcción de Nabarra: destrucción frenética de la lengua, patrimonio e historia de nuestro pueblo, nepotismo descarado, pelotazos y fraudes financieros, desmantelamiento de la empresa pública, descuido del tejido industrial y apoteosis incontenible del cemento y del hormigón.
Claro que hay que hacer más Nabarra, pero en Euskalherría. Y todos los herrialdes, desde el Ebro al Adur, habríamos de clarificar las actuales trayectorias y dejar por un momento los intereses partidistas (donde, a veces, la miseria se amalgama con la estafa y la felonía). Sabino Arana (¿quién puede olvidar el revulsivo que su obra significó para la conciencia basca?), Campión, Anacleto Ortueta, y más recientemente Monzón, creyeron que si Nabarra dejaba de ser referente y elemento de cohesión, el alma de Euskalherría quedaría desdibujada hasta desvanecerse.
Digámoslo con el espíritu de los que dejaron sus vidas en Getze. Nunca enterraron en Noain la soberanía de nuestro pueblo. El Dios de los ejércitos pudo arrasar nuestros campos y patrimonios, pero nunca el alma de Nabarra, corazón de Euskalherría.