Alan García, representante de Alianza Popular Revolucionaria y Americana (APRA), es el nuevo presidente electo del Perú. Alan García, el mismo que hace dos décadas dejó al país sumido en el caos económico y en la violencia. El mismo que tuvo que refugiarse en París acusado de corrupción y enriquecimiento ilegal. La conclusión es fulminante. O el pueblo peruano está enfermo de apatía, o tiene miedo, o no se le ofrece más alternativa que la malaria o la peste bubónica. Alan García, propuesta del Pentágono; Humala, propuesta de Chávez… En cualquier caso, las flautas andinas tendrán que seguir entonando endechas por un pueblo que no tiene más opción que cantar para espantar el hambre, la miseria y la corrupción. El indígena tendrá que seguir tragándose el miedo, almacenando su pisoteado orgullo, mirando humillado al terruño en busca de cuatro raíces que amortigüen su ancestral hambre.
Alan García es un personaje que uno no entiende cómo se les permite resurgir. Tras su dorado retiro en París, reaparece a pesar de todo un historial delictivo: cohechos masivos, enriquecimientos ilícitos, colusión ilegal. Se le atribuyen las masacres a campesinos de Llocllupampa, Pucayacu, Puccas, Parcco Alto… Asesinatos de estudiantes y matanzas de comunidades indígenas. Es decir, todo un criminal, todo un delincuente. ¿Qué tipo de mundo hipócrita es el que permite semejantes e incomprensibles aberraciones?
Lo cierto es que Washington ha desplegado todas sus baterías de dólares (como lo hiciera en Colombia con Uribe), para que los medios auparan a Alan García y desprestigiaran a Ollanta Humala (que evidentemente no debe de ser ningún querubín). No en vano los gringos son conscientes de lo que se está jugando en Latinoamérica: el eje del pentágono con el ALCA o la filosofía de las nacionalizaciones con el MERCOSUR, liderada por Chavez y Fidel. El Pentágono, como se ve, no hace ascos en apoyar a «sus terroristas» (son «sus hijos de p…», a quienes por ser suyos se les concede patente de corso).
Ya se está haciendo tópica la expresión en muchos plebiscitos: «se elige a tal para evitar a un mal mayor». Algo de lo que no se libran ni los países «supercivilizados», y si no que se lo pregunten a nuestros queridos gabachos, con ese camaleón de monsieur Chiracq.
Pero en Latinoamérica este hecho reviste una gravedad sangrante. Se trata de que estados como Perú (de alrededor de 24 millones de habitantes, 9 son indígenas), Colombia, México, istmo americano, el ejercicio del poder es prácticamente vitalicio. En unos casos adscrito a los mismos grupos de presión apadrinados, financiados e instruidos por el Pentágono. En otros casos, detentados por una esfera militar «deformada» en la Escuela de las Américas.
En estos países los indígenas todavía no han podido desprenderse de la vergüenza de ser tales. Algunos, como mal menor, en el caso de recuperar su dignidad, acuden a la Madre Patria como mano de obra barata. Aniquilados o envilecidos en sus lares, explotados y despreciados en «la tierra de promisión», ése es su triste sino.
Por eso, saludamos esperanzados el renacimiento de hombres como Evo Morales, que al margen de sus logros, ya ha obtenido el más importante, el despertar del orgullo y de la conciencia indígena. Sin este principio no hay camino.
Personajes como Alan García, Fox, Uribe y otros cuyas decisiones siempre se toman en las respectivas embajadas de Washington, nos dejan mal cuerpo.
Hay que decirlo alto y claro: el primer quehacer de los países de Latinoamérica es desvincularse de la influencia gringa (como lo puede ser por ej. en Irak). Luego ya se dibujaran los caminos, pero para bien o para mal deberán ser los propios latinoamericanos los dueños de sus destinos.