Como catalán he asistido al espectáculo bochornoso de la clase política de mi país en la negociación del nuevo Estatuto y he sentido vergüenza ajena al constatar su grado de inmadurez e incompetencia. Ha sido muy triste compro-bar hasta qué punto la falta de escrúpulos, la cobardía, la indignidad y el afán de poder de unos pocos pueden conllevar la humillación de todo un pueblo. Ahora, por desgracia, el único consuelo que le queda a Cataluña es la certeza de que la historia ya ha congelado para siempre la fotografía del Pacto de la Resignación. Porque eso es justamente lo que consagró el apretón de manos entre Mas y Zapatero el pasado 21 de enero: el Estatuto de la Resignación.
Llegados a este punto, sólo la psicología puede explicar este tipo de conducta por parte de un país que afirma ser una nación y que actúa como un jardín de infancia. Recordemos, en este sentido, cual fue su comportamiento durante el caso Carod. Lejos de cerrar filas frente a los ataques procedentes de Madrid, todos los partidos catalanes aprovecharon la ocasión para intentar destruir Es-querra Republicana y con ella la representación parlamentaria del independen-tismo. Por suerte no lo consiguieron, pero se perdió una oportunidad extraor-dinaria de comportarse con madurez e inteligencia y de demostrar que Catalu-ña es realmente aquello que dice ser. Ahora, con el nuevo Estatuto, ha vuelto a ocurrir lo mismo. Todas las fuerzas políticas han negociado por separado con el gobierno español anteponiendo su egoísmo partidista a los intereses de la nación catalana. Y lo más grave es que la autoestima nacional es tan baja que no hay suficiente coraje para pedirles que si aun les queda un mínimo de ver-güenza se alejen de la vida política para siempre.
Sin embargo, el pueblo de Cataluña debe saber que los partidos que han apro-bado esta mascarada, es decir, CiU, PSC e ICV, están mintiendo por mezquin-dad política y por falta de dignidad nacional hasta el punto de pretender, con sus coacciones, convertirnos a todos en cómplices de una estafa histórica. Y es que no habrá transcurrido un año, a lo sumo dos, de la aprobación definitiva de este Estatuto que ya se harán visibles todas sus carencias. Los pactantes, naturalmente, lo saben y no quieren hundirse solos, por eso exigen nuestro «sí», para que su mezquindad sea también la nuestra.
Decía Josu Jon Imaz que «CiU debería haber liderado la Generalitat, pero ERC, en lugar de apoyar a un presidente nacionalista, votó a Maragall». Pues bien, nada mejor que el pacto Mas-Zapatero para comprender las razones por las cuales aquella alianza no se hizo. Eso no quiere decir que la otra opción fuese mejor -si de algo no hay ninguna duda es del insobornable españolismo del PSC-, pero ¿hasta qué punto se podía confiar en CiU, una fuerza política que pudiendo pactar en su día con ERC prefirió hacerlo con aquellos que encarnan los valores del franquismo e hizo dos veces presidente del gobierno español a un falangista como José María Aznar?
CiU ha cometido dos gravísimos errores. Uno ético, la mentira, y el otro políti-co, creerse que la partida ha terminado. Sus ansias de venganza contra ERC son tantas que ha jugado precipitadamente sus cartas y ahora suspira por unas elecciones anticipadas convencida de ganarlas. Ni le ha pasado por la ca-beza el coste que acostumbra a tener en votos la traición a un país cuando es descubierta.
Esquerra, en cambio, se encuentra en un momento clave de su historia, de ahí las presiones que recibe en todos los sentidos. Y es que todos la necesitan. Por un lado, los firmantes del Estatuto de la Resignación necesitan su voto para legitimarse ante la sociedad y ante la historia e impedir la consolidación del independentismo como garante de la dignidad nacional; por otro, el Partido Popular necesita también ese «sí» de ERC para poder presentar a Zapatero co-mo un claudicante a los ojos de toda España. Sólo a Zapatero, pues, aunque guarde las apariencias, le interesa el «no» republicano, dado que ese «no» es justamente su mejor arma contra el discurso apocalíptico del PP.
Para darse cuenta de la encerrona que supone este Estatuto, sellado a dos manos por el nacionalismo español de centro y el regionalismo catalán de de-rechas, basta recordar la satisfacción de Josep Piqué, nada más conocerse el acuerdo, felicitándose por ver reflejadas en él las propuestas estatutarias del Partido Popular. Mariano Rajoy y Ángel Acebes silenciaron inmediatamente a Piqué para que no desmontara su campaña de acoso y derribo a Zapatero, pe-ro Piqué, sin proponérselo, ya había abierto los ojos a Cataluña sobre la gran mentira que constituye este Estatuto. Y si a esa satisfacción del PP catalán le añadimos la de algunos miembros de la caverna española, como José Bono, Peces Barba o Rodríguez Ibarra, que se han mostrado encantados con el resul-tado y con la falta de dignidad de la derecha catalana, capaz de humillar a todo un país con tal de recuperar el poder y tener un ministerio en Madrid, cualquier catalán que tuviera dudas sobre la malignidad de este estatuto ya las habrá disipado.
Esquerra debería tener en cuenta que su credibilidad futura depende de su fir-meza actual. Debe estar dispuesta a retroceder un paso para avanzar dos en futuras elecciones y dejar que CiU, PSC e ICV sean víctimas de su propio en-gaño. En esta cuestión, el «no» de Euskal Herria a la Constitución española puede ser un buen ejemplo. Dado que los vascos, en aquel referéndum, no vo-taban como vascos sino como españoles, tuvieron que aceptar una Carta Mag-na que no querían, pero nadie en el Estado español tiene hoy más autoridad moral que ellos para rechazar los principios involucionistas que en esa Carta aparecen. Ese es el ejemplo que debería seguir Esquerra: no dejarse arrastrar al descrédito de la resignación por las otras fuerzas políticas y mostrarse como el único partido que no mintió al pueblo de Cataluña en un momento clave de su historia. Esa aparente fragilidad de hoy será su fuerza de mañana.