La reciente celebración del Bertsolari Txapelketa en las instalaciones del Bizkaia Arena de Barakaldo ha servido, entre otras muchas cosas, para mostrar a muchos ciudadanos navarros que su país no limita al Oeste con Durango, ni siquiera con Bilbo, sino que aún más allá existen tierras vasconas.
Cuando se conoció la decisión de llevar a cabo la final del campeonato de bertsos en Barakaldo muchos euskaldunes se llevaron las manos a la cabeza, al entender que esa ciudad era ajena a la tradición de poesía oral que representa el bertsolarismo y que por tanto hubiera sido mejor dejar las cosas como estaban y haber mantenido la final en Donostia. Tras el éxito de público cosechado y el nivel demostrado por los ocho finalistas, buena parte de ese grupo de incrédulos habrá convenido en resaltar que la arriesgada decisión mereció la pena y que tal vez sea conveniente repetir otra final en la quinta ciudad navarra, que tiempo habrá de hacerlo en Baiona, como sugirió Amets Arzallus en su agurra.
No es la intención de este artículo, no obstante, hablar de un mundo tan complejo como el del bertsolarismo, cosa que otros harán con mayor rigor y conocimiento, sino aprovechar el evento cultural recién celebrado para hacer alguna reflexión sobre este país y el asunto de la territorialidad.
En los últimos meses y en boca de representantes políticos y organismos diversos se ha hecho hincapié en dos conceptos esenciales en la búsqueda de una solución más o menos duradera al denominado «conflicto». Se trata por una parte del respeto a la capacidad de decisión de los ciudadanos a la hora de establecer las pautas que regirán nuestro futuro y por otra de la territorialidad, es decir, que el proceso de toma de decisiones, si bien puede no ser simultáneo, abarque en todo esto a lo que se ha venido en concebir como «Zazpiak bat».
En lo concerniente al derecho a decidir parece existir un consenso bastante amplio, que incluye a todo el arco político salvo PP y derecha francesa, existiendo una posición de ambigüedad calculada en los partidos socialistas afectados (PSE, PSN, PSF), si bien entre sus filas hay personalidades que han mostrado una postura favorable.
Es sin embargo en el asunto de la «territorialidad» donde más divergencias se producen entre los representantes políticos. Desde quienes defienden como condición inexcusable para dar cualquier paso el reconocimiento de una sola nación, hasta quienes entienden que si se avanza en la construcción nacional en la CAV mejor que mejor, que ya habrá tiempo de que Nafarroa Garaia e Iparralde se sumen en su momento al proceso. Entre estas dos posturas se mueven otras más matizadas, que se podrían resumir en una especie de ferrocarril de tres velocidades, que dirigiéndose hacia un mismo objetivo camina con diferente intensidad dependiendo de las diversas divisiones administrativas que padece actualmente el país.
La destrucción del estado europeo de Navarra, reducido a sus restos forales y las derrotas en las guerras carlistas y en la del 36-39 han dañado muy seriamente la dimensión nacional navarra, logrando que muchos ciudadanos hayan dando la espalda a la Navarra-nación histórica. A su vez, la enorme influencia que las ideas de Sabino y Luis Arana han tenido sobre el movimiento nacionalista vasco, con el consiguiente traslado de la centralidad desde Iruñea a Bilbo, han deteriorado el concepto nacional. Tanto es así que muchos de los que desde el nacionalismo hacen de la territorialidad una piedra angular de la construcción nacional lo hacen desde una dimensión basada en el eje Bizkaia-Gipuzkoa. Cierto es que pretenden que ese eje aglutine a las siete provincias, pero no es menos cierto que desde una perspectiva que recuerda, pese a los progresos habidos -que haberlos, haylos-, el lamentable «Nafarroa Euskadi da» de aquellos Aberri Eguna en Iruñea en los años ochenta.
El ataque permanente que desde las potencias española y francesa se realiza contra la nación navarra no es un juego, sino una poderosa estrategia de aniquilación nacional que ha logrado influir a muchos ciudadanos navarros. Esa circunstancia debe ser tomada en cuenta y no ser minusvalorada, como a menudo hacen muchos políticos. Es más, debe ser contrarrestada con una estrategia nacional que recupere la esencia del estado europeo de Navarra, con su lengua, su derecho, su cultura, su historia y su territorialidad. Una recuperación que en ningún caso puede cimentarse en procesos que partan de una división administrativa y provincial impuesta por los conquistadores y ajena a nuestra nación. La misma extensión de los euskalkis, superadora de esas divisiones, así lo demuestra.
La existencia de una nación no puede cifrarse en la identificación del voto partidario, en el color político de uno u otro gobierno regional o en el mayor o menor uso de la lengua nacional en las distintas comarcas. Si así fuera, las fronteras nacionales se mudarían cada cuatro u ocho años, al albur de los cambios y alianzas políticas, lo que no parece de recibo.
Si seguimos acomplejados pensando que Donostia es más idónea que Barakaldo para celebrar el Bertsolari Txapelketa por ser más «vasca», estaremos poniendo las bases para la completa disgregación nacional de nuestro país, le llamemos como le llamemos. No podemos ni debemos caer en la trampa que a diario nos tienden desde Madrid o París diseñando paralelismos ficticios entre la potencia del voto nacionalista y la existencia o no de la nación, un asunto en el que se debe profundizar, por cierto.
Al oeste de Durango y Gernika, de Lekeitio y Arrankudiaga, existe la nación navarra. Porque navarra es Lanestosa, lindando con Ramales y Ampuero, navarra es Karrantza, navarros son Muskiz y Gallarta y navarro es Barakaldo, con Bizkaia Arena, Ikea y Max Center incluidos. Lo demás son entelequias para despistados.