«Estaba España en el fondo del abismo y se la quiso salvar por la fuerza de la espada…. Era el espíritu de una verdadera cruzada» (Cardenal Gomá, El caso de España). Fue la justificación que el Cardenal Gomá, desde su refugio de Pamplona, maquinó para la contienda civil.
He releído aquella incendiaria soflama que luego sirvió de soporte a la posterior carta colectiva del episcopado español y ciertamente me ha temblado la sangre. No por el escrito en sí; muchos habíamos pensado que las aberraciones manifestadas en tan sacrílego libelo quedaban para los archivos. ¡Pues no! Hoy, la vieja jerarquía vuelve a salir amenazante de las sacristías, desempolvando censores, rancias arengas, invadiendo las calles con llamadas a la insurrección. Y es que gran parte de la iglesia oficial no acaba de redimirse. Robert Fisch afirma «que los cristianos hemos fracasado al no reconocer nuestras propias atrocidades. Hay todavía demasiados Savonarolas, Torquemadas y parecida calaña inquisitorial».
La jerarquía católica, como en otras religiones, no quiere perder sus privilegios ni abrazar «la pobreza evangélica». Como decía el citado Gomá: «En la organización del estado español habrá de tener Dios y su Iglesia, por lo menos, los derechos de ciudadanía que tienen en todos los pueblos civilizados». Ya sabemos que es lo que comportan tales «derechos de la ciudadanía», al menos mientras esté vigente el anacrónico concordato. No olvidemos que en tal concordato, el estado español reconoció a la iglesia como sociedad perfecta. Y que se concedió al dictador la «orden de Cristo», la mayor condecoración de la santa sede a un político. Y que tras cuya firma fue proclamado como «espada del altísimo y enviado de Dios hecho caudillo».
Muchos se preguntan si tiene algo que ver esta iglesia con el mensaje del profeta de Nazaret. Según el visionario Gomá, «la guerra se hubiera perdido para los insurgentes sin el estímulo divino que sostuvo con su aliento a los que guerreaban». ¡Si éste es el estímulo evangélico…! Esto es lo preocupante, y hemos de remitirnos a los emisarios de estos purpurados. Hoy, como auténticos cuervos escatológicos, no cesan de vociferar y provocar, por sus medios de difusión, promoviendo la confrontación e incluso invocando a los sables y a sus Brunetes. Y decían que su religión era la religión del amor; pues lo siento, la han prostituído, o se han prostituído ellos. Esto nada tiene que ver con el mensaje cristiano.
La iglesia jerárquica si ha de dar ejemplo; debe ceder sus privilegios. Mientras no padezca las mismas dificultades para sobrevivir que cualquier familia trabajadora será poco o nada creíble. Lo de Dios proveerá, es para ellos el estado proveerá. Es decir, el erario público, engrosado por las aportaciones de creyentes y ateos. No parece que hagan asco al dinero de estos últimos; al parecer el hisopo todo lo purifica. A muchos nos queda la sensación de que están más cerca de Mamón que del Dios de los pobres.
Que, como cualquier ciudadano, acaten las normas y leyes emanadas del código civil. Y por supuesto -decía el citado Robert Fisch-, que la religión se ciña a los valores humanos universales… Y añadiría, que no haga opciones por las corrientes políticas más retrógradas. Justamente, las que tratan de imponer sus esquemas por cualquier medio, incluidos las armas o la guerra. Esto si que resulta un auténtico escándalo. ¿Acaso un pronunciamiento como éste no es una blasfemia?: «En todos los frentes se ha visto alzarse la hostia divina y se han purificado las conciencias por la confesión de millones de soldados» (Cardenal Gomá, El caso de España).
«Los nabarros partieron sin más ideal que la defensa de la religión y de la patria (…) para abrir surcos en los campos de España a punta de espada por el esfuerzo de los católicos» proseguía el ínclito cardenal. Y como nabarro, hijo de Euskalerria, te acongojas pensando hasta dónde han conducido al viejo reino, los fanatismos y la manipulación de las conciencias. Con falsas bulas del papado se nos despojó de nuestra soberanía. Se excomulgaba a los que no se plegaban a las ambiciones del invasor. Nos trajeron a sus inquisidores, aterrorizando con sus torturas y hogueras al pueblo llano. ¡Cuanta libertad, cuanta nobleza pereció en las llamas! Esos sí que son crímenes horrendos. ¿Los signos de los tiempos les habrán humanizado? En la pasada contienda civil todavía aludía Gomá a «la otra corrupción, la de las locas libertades del pensamiento, tribuna y prensa». ¿Cuántos intelectuales buenos y honestos serían conducidos al paredón y a las cárceles, merced a semejantes proclamas? ¿Si estuviera en su mano, no serías estas humildes reflexiones mías carne de inquisición?
Y hablan de víctimas del terrorismo. Las hay, es justo reconocerlo. ¿ Y cómo habremos de llamar a tantos pobres y humildes trabajadores, con sus carnes rotas por las cunetas, con la bendición de estos savonarolas? ¿Perros comunistas? ¿Víctimas del fanatismo? Seguro que de cualquier modo, víctimas del terror. Pero, está claro, ésos nunca les han interesado; eran rojos y al parecer no eran hijos de Dios.
¿Cuando van a cesar sus eminencias de manipular conciencias y viejos fantasmas? No envenenen a la ciudadanía y permitan que ella arbitre sus destinos con su propia dialéctica y con el sufragio. ¿O no tienen fe? Porque si la tuvieran, las conciencias y el compromiso de los creyentes serían por sí mismos una incontenible levadura de las masas. ¿Desconfían de la eficacia de sus creyentes? Confíen en la Providencia, porque el espíritu es libre y sopla donde quiere y cuando quiere. Desde luego, hoy no parece que ronde por los muros de sus catedrales. Pero estar, está. No lo duden. Al menos eso creen muchos hombres buenos, cuyo testimonio sí nos parece esperanzador.