Para quienes, como yo, desde fuera siguen atentamente el inmenso problema español con las nacionalidades históricas incorporadas en el Estado, el nacimiento, por estos días, de la pequeña Leonor de Borbón representa un tan insospechado y novedoso cuanto inesperado ingreso de aire fresco.
Es que, al final, se descubre que la Constitución española no está escrita en la piedra, tal y como fuimos llevados a creer a lo largo de años y de décadas. Al final la (desde una óptica republicana) más pueril cuestión del sexo del ángel en la cabeza de la corona es lo bastante como para que bajen a la calle los argumentos y contra-argumentos respecto a lo tan impronunciable designio de alterar la «magnissima» carta.
Hemos aprendido, con los años, que en materia de revisión constitucional en el Estado español no valen para nada las centenas y centenas de muertos, los miles de presos, detenidos, exilados, víctimas de todos lados. Inmóvil y perenne como un cacto, la Constitución no podrá cambiarse nunca, por efecto de la voluntad de hombres y mujeres, de pueblos enteros. Es más. Sirve la disidencia respecto a la misma inmutable Constitución (en este particular confundida con cualquier Ley Penal corriente) para ilegalizar a formaciones políticas, asociaciones cívicas o para quitarles derechos políticos a unos individuos menos conformes, tal y como se vio en Agosto del 2002.
Sirve el argumento de la inmutabilidad constitucional para sostener a todo un discurso político que a lo largo del consulado Aznar ubicó el Estado español entre la mejor arqueología política de la memoria dictatorial ibérica del siglo XX.
Sirve el argumento de la inmutabilidad constitucional para magnificar la contradicción entre la condición democrática reivindicada por Madrid y su práctica sumamente antidemocrática al prohibir siquiera la consulta popular a los ciudadanos respecto a sus seres y quehaceres.
Sirve el argumento de la inmutabilidad constitucional para mantener a toda una maquinaria político-policial y periodística que alimenta a miles de snipers del pensamiento y de la acción entrecerrados en sus trincheras, haciendo sus carreras profesionales desde las periferias salvajes hasta llegar a los exilios dorados de la capital del imperio con un puesto de fama garantizada y remuneración mejorada.
Sirve el argumento de la inmutabilidad constitucional para mantener la clausura del pensamiento político de modo tan firme como las fronteras del Estado y la indivisible unidad de la Patria.
Sólo no sirve el argumento de la inmutabilidad constitucional para arreglar el equívoco de la naturaleza que hizo de la criatura primogénita no un varón garboso y heredero, sino una niña poco más que inútil en la lógica propia del ejercicio sucesorio monárquico heredado de un tiempo que históricamente llamamos de las tinieblas.
Que sirva, entonces y al menos, el nacimiento de Leonor para agitar las aguas de un debate político estropeado, un debate que siempre que pasa más allá de las fronteras de lo consentido vale a quienes lo protagonizan la ilegalidad como menos, y la cárcel o la muerte como más.
Gracias, Leonor. Ya hiciste algo con nacer, por más mujer que desafortunadamente te haya tocado ser.