Una vieja frase, muy repetida en el circo español, es la de que el nacionalismo se cura viajando. Algo de verdad no le falta. Hace unos días hemos recorrido la Toscana, en Italia: Florencia, Pisa, Siena, Luca, Volterra, la antigua capital etrusca… y es cierto que la experiencia, placentera, gozosa, baja los humos y somete a dura prueba cualquier vanidad o prepotencia hispana.
De entrada, para encontrar hotel, entradas a museos, para reservar una mesa, hacía falta saber inglés o italiano. O por lo menos algo de francés. En Florencia nos ocurrió lo mismo en la Oficina de Información. Encontramos folletos de turismo, mapas, libros de arte, de historia… en inglés, alemán, francés e italiano. En alguna ocasión descubrimos algo en ruso y japonés. Del castellano, ni la sombra. O los turistas hispanos reniegan de su origen (avergonzados; es comprensible), o no compran nada que huela a cultura. O tal vez es que como turistas se parecen a aquellos que llaman fluorescentes, porque brillan mucho y consumen poco.
La región de Florencia es una maravilla de la capacidad creativa humana, por la genialidad de su arte, sus palacios y edificios, sus paisajes, su cultura… Es sorprendente la abrumadora cantidad de personajes que este país ha aportado a la Humanidad: Miguel Ángel, Leonardo da Vinci, Bocaccio, Galileo, Donatello, Boticcelli, Maquiavelo, Dante Alighieri, Pisano… Para los artistas es la auténtica Utopía. Pero para la persona que simplemente quiera disfrutar, sus lugares rebosan buen gusto y belleza.
La historia que los acompaña aumenta el encanto de las poblaciones de su geografía. Visitamos Fiesole, el lugar donde Bocaccio sitúa el escenario de los cuentos del Decamerón. Cuando la enésima epidemia de peste se desató en la ciudad, unos nobles se retiraron a Fiesole, una aldea de la montaña toscana, y para pasar el rato se dedicaron a intercambiar relatos de la época. Fiesole es una población espléndida, colgada de la cumbre de una colina escarpada, con sus villas, su convento, sus terrazas escalonadas adornadas de cipreses y jardines. Es difícil imaginar mejor escenario para excitar la imaginación narrativa, de modo que surja una obra cumbre de la literatura.
La historia sale al paso de cualquier paseo o caminata. En cualquier sitio aparece un palacio, un castillo, una iglesia que sobrecoge y admira. También allí sufrieron las luchas y andanzas de banderizos, güelfos y gibelinos (agramonteses y beamonteses) de funesta memoria. A Savonarola, el monje visionario que impuso en Florencia su dictadura fanática, que recuerda en esa cercanía entre religión, poder y hogueras a los inquisidores De Lancre y Torquemada, los florentinos lo quemaron en la plaza pública, en la Piazza de la Signoría, y hoy perdura el círculo oteizano de aquella hoguera, bien destacado en piedra, para que no se pierda el recuerdo de su escarmiento.
Durante el viaje he visto con envidia cómo esta gente ha sabido construir un presente próspero y seductor sobre la riqueza de su historia: sobre su arte, su memoria, sobre la recuperación de su extraordinario patrimonio, que nadie identifica allí con veleidades narcisistas, ni relaciona con la exclusión, ni esas lamentables caricaturas que revelan en quien las dice buenas dosis de desprecio e inquina.
Los vascos hemos buscado durante muchos años un modelo, y muchos se han mirado en países de miseria, del Tercer Mundo, en revoluciones románticas. Hemos trabajado y luchado con el ojo puesto en los modelos cubano, argelino, nicaragüense, vietnamita, incluso conozco antiguos partidarios de la revolución de Albania. Sin embargo es el modelo de país de la Toscana el que debiera aclararnos las ideas. Ha sido construido por un pueblo que valora lo que ha sido, que no se avergüenza, que opta por la prosperidad y la cultura, que no está dirigido por gobernantes que destrozan la memoria histórica con el pretexto de la necesidad de un parking o que la relegan a la prehistoria de las cavernas, donde no incomoda. Es un pueblo que ha restaurado sus ruinas para no perderlas, para mostrarlas con orgullo, que deja constancia puntillosa de su paso por la historia europea, que guarda el legado de los etruscos, de los romanos, del Renacimiento.
A nadie se le ocurre la enorme estupidez de que por dedicar un museo a las obras de los Médicis alguien pretendiera reivindicar a unos gobernantes corruptos, asesinos y déspotas. La actitud es otra.
La historia es identidad (sin exageraciones ni místicas; es cohesión social, patrimonio y fuente de riqueza) en ese país que recibe a millones de extranjeros en sus ciudades, sin perder la sonrisa. Toscana muestra una imagen propia, inequívoca, en estos tiempos de modas impersonales, ajenas. Es una imagen de marca, con clase, con estilo. Es la globalización bien aprovechada.
Y por encima de todo, una lección clara de la visita es que como euskaldunes, desconocidos, ignorados, sin Estado, en el mundo somos poca cosa. Pero como españoles no somos nada.