La visita a Europa de la secretaria de Estado estadounidense recordó el cuento del lobo y los siete cabritillos, en el que el lobo comía tiza para disimular su voz y hacer que sonara más afable… mientras seguía siendo el mismo. El secretario de Defensa, Rumsfeld, fue algo más prudente que la señora Rice, ya que, a fin de cuentas, tuvo que hablar ante un público a cuyos ojos sus cualidades de estratega y su discernimiento ya no resplandecen tanto.
Hoy lunes, cuando el presidente Bush comience su programa en suelo europeo, también desplegará todo su encanto sureño para transmitir la sensación de que estamos en una «nueva fase de las relaciones transatlánticas». ¿Implica todo esto una modificación fundamental de la política exterior estadounidense? ¿Acaso Bush hijo se ha convertido en otro desde su convincente reelección? No es muy probable.
El presidente de Estados Unidos se deshará en elogios de la libertad, la democracia y la justicia. Sin embargo, en su discurso no mencionará Guantánamo. Seguramente tampoco hablará del importante y decisivo documento oficial sobre la «estrategia de Seguridad Nacional de Estados Unidos» del 17 de septiembre del 2002, ni de su voluntad, allí documentada, de lanzar guerras preventivas sin tener en cuenta la prohibición de ataque de la Carta de la Organización de las Naciones Unidas, así como de pretender en el futuro la supremacía militar de Estados Unidos. El presidente se aferrará en silencio a esos principios para los que se cree moralmente legitimado, creyendo incluso que se los ha encomendado Dios. Así pues, ¿hay algo nuevo, aparte de esa forma de hablar tan afable?
Nueva es la noción de que Estados Unidos, gracias a sus armas de largo alcance tecnológicamente superiores, puede vencer a otro país, pero que no es capaz de ocuparlo y gobernarlo de forma duradera. Esta noción no sólo es aplicable a Iraq, sino también a Irán o a Corea del Norte. En el caso de Iraq, también es nuevo el convencimiento de que la retirada de las tropas estadounidenses será muy difícil sin la ayuda diplomática de Europa y sin los efectivos adicionales de los aliados europeos dispuestos. Y es que, entre tanto, Iraq se ha convertido en el principal campo de acción para terroristas islámicos de numerosos países. Tras el encanto con el que Estados Unidos se enfrenta a Europa se esconde una petición de ayuda.
Muchos gobiernos europeos tendrán dificultades para dar una respuesta. Ya enviaron tropas a Bosnia, a Kosovo, a Afganistán y a Iraq, eso sin contar con los protectorados no declarados de Macedonia y Albania. Naturalmente, la pacificación y la normalización de Iraq va tanto en beneficio de Europa como de Estados Unidos pero, por otro lado, los gobiernos europeos saben que la democracia, en el sentido occidental del término, no ha logrado funcionar hasta la fecha en casi ningún punto del mundo árabe. Por eso contemplan el objetivo declarado de la «democratización de Oriente Medio» con el debido escepticismo.
No obstante, los europeos tienen un interés fundamental en evitar el choque de civilizaciones entre Occidente y el islam que Samuel Huntington predijo hace un decenio. También saben que Estados Unidos saldría de ese choque mucho menos perjudicado y que, por tanto, de Estados Unidos sólo puede esperarse una consideración muy limitada hacia las conra religiosas, culturales y políticas.
Asimismo, la postura de Estados Unidos ante los aliados europeos y sus intenciones en cuanto al futuro de la OTAN están muy poco claras. En 1949, cuando se firmó el tratado del Atlántico Norte, lo que inquietaba era el poder amenazante de la enemiga Unión Soviética. Desde su disolución, no se ha identificado a ningún otro posible enemigo militar. Desde entonces, muchos estadounidenses, como también el aparato diplomático y militar de la OTAN, se esfuerzan por encontrar un nuevo cometido. No sería cínico afirmar que los encargados de la Alianza van en busca de un nuevo enemigo.
No obstante, a Europa le interesa mucho mantener la alianza y la OTAN como flota en potencia, por así decir. Mientras que en el año 2001 Estados Unidos desmintió lo que un secretario general de la OTAN demasiado solícito denominó «fracaso de la Alianza», se ha dispuesto entre tanto a transformar la Alianza en un instrumento de su estrategia en Oriente Medio… y de ahí en adelante. En el texto del tratado del Atlántico Norte no hay fundamento para confiar en ello. La Alianza no tiene en modo alguno la obligación de propagar la libertad y la democracia más allá de sus fronteras geográficas, del mismo modo que no obliga a los estados firmantes a colaborar.
Bush tampoco será capaz de disipar la impresión que muchos políticos europeos se han formado en los últimos cuatro años, esto es, que Washington actuará de forma unilateral en algunos casos también en el futuro, sin tener en cuenta la estructura global de tratados e instituciones internacionales, sin tener en cuenta a sus aliados, sin tener en cuenta a la Unión Europea siquiera. Hasta los últimos años de la década de 1990, no sólo China y Rusia, sino principalmente los países aliados y partidarios de Estados Unidos, estaban acostumbrados a esa estrategia operativa unilateral: Estados Unidos dirigía, aunque de una forma cooperativa y cumpliendo las reglas establecidas por los pactos. Casi todos los países del mundo tienen un interés vital en que esta práctica se restablezca; pero ninguno puede forzarlo. Al presidente Bush le resultará muy difícil convencer a sus aliados de que no pretende la hegemonía.
La mayoría de los países del mundo coincide hoy con Estados Unidos y con Bush en un punto muy importante: las armas nucleares no deben llegar a manos de más estados, como tampoco a manos de terroristas sin una vinculación nacional. Contra la propagación de las armas atómicas, no obstante, Estados Unidos no cuenta con una estrategia muy prometedora. Quizás habría esperanza si los países con poder atómico favorecidos por el tratado de No Proliferación Nuclear dieran ejemplo imponiéndose restricciones a sí mismos. Sin embargo, sobre esto tampoco se cruzarán palabras serias en la visita del presidente.
Las visitas al extranjero de un cabeza de Estado proporcionan al menos la mitad de las imágenes que conforman su imagen pública ante los televidentes de su país. No obstante, sería de desear que el viaje de Bush por Europa, además de toda su pompa, contara también con algunas conversaciones serias a puerta cerrada. Con todo, sea cual sea el curso de la visita, el presidente de Estados Unidos será recibido por sus anfitriones europeos con cortesía y seriedad. Por grandes o pequeñas que puedan ser las divergencias en la reflexión objetiva, las naciones estadounidense y europeas están más unidas que muchos otros pueblos y estados. Nos unen la Ilustración y nuestra herencia moral común. Los televidentes estadounidenses deberán sentir esa conexión elemental con motivo de esta visita. Al mismo tiempo, también deberían comprender lo siguiente: que los europeos no queremos ser vasallos, queremos conservar nuestra dignidad.
HELMUT SCHMIDT, ex canciller de la RFA