A las fuerzas que animan la política hispana desde sus recovecos más dispares no les agrada el recuerdo del pasado. No gustan de agitar la memoria para que salgan a relucir mascares, genocidios, violaciones y todo tipo de atrocidades organizadas desde sus despachos y cuarteles. El escenario que vivimos en nuestros días está plagado de eufemismos, las relaciones están acarameladas, el aire que se respira está perfumado por toneladas de hipocresía y, en general, el escaparate de lo público esconde una trastienda que parece invisible. Las diferencias entre lo real y lo imaginario son de escándalo. Formas, formas y formas, ahí está el quid de la cuestión. El resto, es el mismo de siempre. La derecha domina el panorama político, económico y cultural sin interrupción desde aquel nefasto 18 de julio de 1936.
Cualquier lector puede discrepar de esta sentencia tan rotunda. Está en su derecho y, además, tiene todo un cúmulo de argumentos para poder avalar otras hipótesis. Siempre habrá argumentos, incluso si queremos justificar las conjeturas más peregrinas. No lo dudo, incluidos los míos. Pero déjenme al menos exponer mis reflexiones sobre un tema recurrente.
¿Quién es el sostén de esa expresión tan genérica a la que llamamos derecha? No soy inventor, ni siquiera aventurero y, por eso, me voy a referir al habitual: iglesia, oligarquía, ejército… ¡Ya empezamos!, clamará el lector descreído, el joven para quien el mundo comenzó con la caída del muro de Berlín. No, perdón por mi atrevimiento: ¡Ya continuamos! Hagan un repaso a consejos de administración privados, fundaciones, dueños de cabeceras, diseñadores de opinión, sillones de realezas, propietarios del dinero y llegarán a la conclusión acertada. El mundo está secuestrado por una calaña de canallas sin escrúpulos. Y, lo más triste, es que estamos enfermos de un virus que envenena nuestra sangre: el síndrome de Estocolmo.
En 1936, la derecha golpista, la del mensaje previo zafio, agresivo, insultante (¿a qué me suena eso?) era la dueña de los bancos y entidades financieras, mayoría en las cantinas de los cuarteles, unánime desde los púlpitos, propietaria del suelo y del campo. La izquierda trabajaba de sol a sol, la tierra, el hierro, el cemento. Sus maestros explicaban que la solidaridad es el camino de los débiles y sus dirigentes sindicales denunciaban el robo continuado y extraordinario de los réditos de la fuerza del trabajo.
La derecha perdió las elecciones y decidió que para gobernar no debía guardar las formas. Se aburrió del sistema democrático, crucificó sus pilares y santas pascuas. Todas las fuerzas vivas apoyaron su proyecto que, a la postre, derivó de una guerra ideológica a una de limpieza étnica. Los animadores del régimen franquista consiguiente llegaron a descastar a los vencidos y les quitaron hasta la nacionalidad. Los buenos españoles eran los franquistas, los genocidas. Y, como por esencia, España no podía tener malos ciudadanos, los derrotados no fueron sino esbirros de Rusia o seguidores de una internacional confabulación judeo-masónica. Aunque suene a chiste, como las reflexiones de Bush sobre la unción de Dios a su cruzada, las ideas ilógicas sostienen pesadillas.
Los cuarteles fueron los focos de la sublevación (más de Estocolmo cuando utilizamos la expresión franquista «alzamiento») y si no hubo unanimidad, las balas acallaron a los tibios. En Navarra fue el jefe de la Guardia Civil el primero en ser ejecutado por no acatar la sacrosanta decisión de rebelarse contra la República. En Garrellano, Araka y Loiola, los militares, en cambio, esperaron consignas de guerra. Y las hubo. Vaya si las hubo.
El 18 de julio de 1936, día del golpe en la Península, salieron a la luz todos los fantasmas que la derecha guardaba en la trastienda. El genocidio en Navarra (el 1% de la población fue fusilada en un territorio en el que no hubo una sola batalla ni un solo frente de guerra) sólo puede obedecer al grado de sadismo que destilaban los caciques, obispo y banqueros tras unos años de pulsos políticos enconados: estatuto de autonomía, comunales, reforma en educación… Ganó la derecha, no en liza electoral como es sabido, y en vez de celebrar su triunfo deportivamente salió a la calle a cubrirla de sangre. Siguen aplaudiendo su carnicería, con chulería.
En Donostia, franquista desde el final del verano del 36, volvió a repetirse el estilo de Navarra. La ciudad autóctona se desplazó hacia Bizkaia y de los que quedaron nuevamente el 1%, como en Navarra, fue ejecutado. Donostia, como hoy, tenía su idiosincrasia, su negocio turístico. Se reubicaron las familias madrileñas y catalanas refugiadas en Biarritz y se llevaron las ejecuciones a Hernani para que los que añadían el aspecto humano al incomparable marco natural no sufrieran los rigores de la guerra. Tan cierto como repugnante.
En Gasteiz los militares dudaron más de lo esperado y se enfrentaron a una huelga general que concluyó como cuarenta años después en las mismas calles de la capital alavesa: a tiros. Pero sólo dispararon los de siempre, los que llaman de orden. En situaciones determinadas los derechos de los obreros no existen. El capital se estira y se encoge como un chicle: ahora obrero, ahora esclavo. Los responsables de la huelga general fueron señalados con el dedo, ante su propia incredulidad: alcalde y diputado general. Ambos fueron fusilados y enterrados en el monte. Se decía que, como los sublevados, también eran católicos y no fuera a ser que si recibían sepultura en lugar sagrado se beneficiaran de eternidades.
En Bizkaia, la derecha fue carnavalesca, disfrazada. El Frente Popular y el PNV lograron articular, en muy poco tiempo, una estructura defensiva. Teórica a todas luces, con algunas dosis prácticas y encomiables de voluntarismo. Toda la derecha en pleno, con loables excepciones fue quintacolumnista y así, cuando el Ejército de la alianza Franco-Hitler-Mussolini llegó a la Gran Vía, los champiñones brotaron de nuevo. Banqueros, curas, periodistas, aristócratas, peleles… conformaron la nueva situación, alentados por el nuevo alcalde Areilza que dejó un antológico discurso para la historia: «Que quede esto bien claro: Bilbao conquistado por las armas. Nada de pactos y agradecimiento póstumos. Ley de guerra dura, viril inexorable. Ha habido, ¡vaya que sí ha habido!, vencedores y vencidos. Ha triunfado la España una grande y libre; es decir la España de la Falange Tradicionalista. Ha caído vencida aniquilada para siempre, esa horrible pesadilla siniestra y atroz que se llamaba Euzkadi y que era una resultante del socialismo prietista, de un lado, y de la imbecilidad vizcaitarra por otro».
La derecha tuvo todo tras de sí para impulsar el golpe, primero, y ganar la guerra después. Le apoyó la industria armamentista, pujante en los albores del conflicto bélico mundial. Tuvo todo el petróleo necesario para sus carros de combate, a precio irrisorio (Texaco, EEUU). Contó con el beneplácito internacional a través de la farsa del Comité de No Intervención. La iglesia excomulgó a los que se enfrentaban a los «designios divinos» y el Vaticano bautizó la «cruzada». Los banqueros, liderados por March, pusieron el dinero y las folclóricas empeñaron sus collares para matar rojos. En fin… la lista sería interminable.
La derecha mueve a su antojo los hilos del presente, del pasado y del futuro. Los del presente y los del futuro, los maquilla con esa poderosa maquinaria en la que gasta más dinero que en devolver a los trabajadores lo robado. La publicidad es más efectiva que el mejor de los ejércitos. Con el pasado también intenta el maquillaje, es notorio, pero las atrocidades no se esconden tan fácil debajo de la alfombra. El horror traspasa generaciones. Aún así, como negaron el Holocausto hasta que hacerlo se convirtió en delito, niegan el genocidio en Navarra, la limpieza étnica en Donostia y las sarracinas ideológicas esparcidas por todos nuestros rincones.
Hoy, en su tarea, tienen poderosos aliados, algunos, los pocos, porque saben cómo se las gastan y dicen que el miedo es humano. La mayoría, sin embargo, aspira a ser como ellos, a guiarse por el concepto del dominio en vez del de la solidaridad, a engrosar las cuentas del banco a cuenta del prójimo humillado. Y a vivir que son dos días.
La derecha que se sublevó el 18 de julio de 1936, la que triunfó en la guerra, la que llenó cárceles y cunetas de disidentes, sigue tan intacta como siempre. Con ganas de repetir sus hazañas. Con los cuchillos afilados. ¿Lo dudan? Si es así, si no creen mis palabras, les animo a escuchar sermones en las iglesias más cercanas, a leer editoriales de periódicos soportados por los nuevos March, a comparar procesos judiciales de 2006 con sentencias de 1940. ¡Háganlo! Y luego me lo cuentan.