¿Es un drama?

Ya me perdonarán que en estas horas graves haga esta pregunta: ¿por qué tiene que ser tan alarmante que Catalunya se independice políticamente de España? ¿Qué hace que deba ser un drama tan enorme? No pretendo provocar ni de dejarme llevar por un ataque de ingenuidad. Simplemente querría comprender las razones de mi adversario político, dejando claro de entrada que soy uno de los muchos catalanes que han asumido la aspiración a la independencia de Catalunya con aquella naturalidad que, haciéndola no tan sólo deseable sino digna, no sabe ver la tragedia que otros hacen de ello.

Puede ser que el lector sospeche que una pregunta tan directa ha de esconder alguna malévola doble intención. No es así. Desde el punto de vista de quien cree aplicable el derecho a la autodeterminación, y sin entrar en historias de agravios, es “normal” que vea razonable poder alcanzar la independencia política de manera sensata. Particularmente –y paradójicamente–, en un mundo global e interdependiente, la emancipación política no debería significar ­ningún trauma. Si, además, se conoce la larga tradición anticatalanista, hecha mitad de desconfianza, mitad de menosprecio, no es extraño que uno se pida: ¿si no te quieren, por qué no quieren soltarte?

La pregunta suele tener una primera respuesta muy simple, quizás la más popular, y que fue muy repetida en la manifestación del pasado 8-O: “Catalunya es (de) España”. Ahí pueden añadirse fundamentos historicistas: “Ha sido así desde hace 500 años”. Es un argumento esencialista que entiende la pertenencia como una cosa natural y la unidad territorial como sagrada, intocable. Incluso el recurso a la historia –al margen del rigor de la afirmación–, como si esta pudiera determinar por sí sola el futuro y la naturaleza de un vínculo político, sigue con la idea de destino ineluctable. Se trata, diga lo que diga el premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa, de la forma de nacionalismo que precisamente él dice condenar.

Otro de los tipos de respuesta que suelen abundar es el que apunta a razones de carácter material, derivadas del tamaño de los países y su impacto económico, de su potencia internacional o de una supuesta lógica histórica a favor de la supresión de fronteras. Confieso que, en general, me parecen argumentos que en el fondo pretenden disimular las razones esencialistas de las que antes he hablado. Primero, porque es una obviedad empírica que el tamaño de los países, en una economía globalizada, ya no determina su capacidad para generar riqueza. Segundo, porque la potencia internacional de un Estado no depende tanto de su magnitud como de las alianzas que es capaz de establecer y de su posición geoestratégica. Y, con respecto a la disolución de las fronteras, el argumento contiene una gran dosis de hipocresía, en la medida en que la defensa de la unidad territorial es, precisamente, un alegato a favor de la estabilidad de las propias fronteras.

El tercer tipo de argumento es más difícil de abordar: remite a las emociones, y muy particularmente, al sentimiento de pertenencia. Aquí combaten la desafección y las rupturas emocionales con los vínculos fuertes a un territorio como espacio de identificación. No sirve de nada aducir que, como todo en esta vida, no se trata de emociones innatas sino socialmente fabricadas, alimentadas y, también, variables en el tiempo. Pero a pesar de la fragilidad de sus fundamentos, subjetivamente, estas identificaciones pueden ser vividas con mucha pasión. Además, siempre da la impresión que las de los demás son fruto de la manipulación o el adoctrinamiento. Y a pesar de que este tipo de adhesiones en sociedades complejas como las nuestras responden a patrones muy diversos, la tentación de llevar la confrontación política a una reducción emocional –conmigo o contra mí– es tan grande como peligrosa.

Finalmente, me interesa el argumento que hace dramática la independencia con la excusa de que puede dividir la sociedad que quiere emanciparse. Siempre me ha sorprendido que se pueda considerar que la independencia es la que dividiría la sociedad catalana, y no se vea que, si esta división fuera real e insoluble, la dependencia tampoco la evitaría. Que una Catalunya independiente sea capaz de coser –no de disolver– democráticamente la diversidad está por demostrar. Pero que la dependencia no ha sido capaz de atar Catalunya a España es una evidencia. Hay unidades que dividen, y divisiones que pueden unir.

La pregunta inicial sobre si la independización de Catalunya tiene que ser necesariamente un drama, en cualquier caso, sí tiene una respuesta clara: lo será en la medida en que la resistencia que se oponga quiera hacer de ello una tragedia. En un proceso acordado no tan sólo se habrían podido ­minimizar las dificultades, sino maximizar las ventajas. Se habría podido llevar a cabo sin forzar emocionalmente a nadie. Y sobre todo se habrían podido buscar formas futuras de cooperación más eficaces que las del fracasado modelo autonómico. Nunca hay que decir nunca jamás, pero esta vez ya no sé si estamos a tiempo de desdramatizar la ruptura.

LA VANGUARDIA