Andiamo , decía el viejo maquinista al arrancar el tren centenario en la pequeña y abandonada estación de Agolat, construido por los italianos desde el puerto de Masaua, a orillas del mar Rojo, hasta Asmara, capital de Eritrea, la pequeña Roma. Para cinco turistas y dos guías, seis ferroviarios lo pusieron en marcha, tras verificar sus ruedas, en un viaje particular de 25 kilómetros a través de un bello paisaje con pinos y chumberas, como en una geografía mediterránea de luz esplendida.
El tren dejó de funcionar al principio de la década de los sesenta, a raíz de los combates entre milicianos eritreos que luchaban por su independencia y el ejército de Haile Selasie, el rey de reyes de Etiopía.
En siglo y medio, Eritrea fue conquistada y ocupada por Italia, sometida durante un corto tiempo a Gran Bretaña y anexionada por la vecina Etiopía, con la que padeció dos cruentas guerras. Hoy es el país más aislado de África.
El Gobierno ha reparado las locomotoras, sus vagones de bancos de madera, reconstruido túneles y puentes. Antes había servido para transportar pasajeros, mercancías, unidades militares. Y ahora, de vez en vez, para un placentero viaje de turistas. De tiempo en tiempo, el convoy traqueteante se detiene, retrocede ante uno de sus puentes más fotografiados –que incluso está reproducido en sus billetes de nafkas, la moneda local– para que los viajeros capten imágenes de su locomotora. El humo inunda sus túneles hasta alcanzar la estación vacía de Asmara, donde no llega nunca ningún otro tren.
Desde hace muchos años quería visitar Eritrea. Su Frente Popular de Liberación tenía en Damasco una minúscula oficina de información. Eran tiempos de grandes ilusiones revolucionarias en Oriente Medio, también en África. El Frente Popular de Palestina de Georges Habache, a través de sus partidarios locales, engendró en Yemen del Sur un movimiento nacional que se convirtió en una república de ideales marxistas llamada la Cuba del Oriente Medio. Ésta aspiraba a extenderse en Dhofar, la región fronteriza de Omán y Muscat, cuyo sultán Qabús, como el rey Haile Selasie, era la imagen de la encarnación del poder tiránico feudal. En la aislada Eritrea, su guerra larga y cruenta de liberación fue poco cubierta por los corresponsales españoles. Antonio Pérez Reverte y Francisco Cerecedo, un gran fotógrafo, fueron de los pocos empeñados en narrarla. Las imágenes de los milicianos eritreos de felinos cuerpos, frondosas cabelleras africanas, casi desnudos, que luchaban a pecho descubierto con sus armas ligeras contra el ejército del emperador Haile Selasie, eran conmovedoras. Fue una guerra de sanguinarias batallas que duró tres décadas. Asmara, la capital, que solo fue conquistada por los guerrilleros en 1991, salió sorprendentemente intacta, mientras que muchas localidades en regiones muy abruptas o en la orilla del mar Rojo, sobre todo en el puerto de Masaua, fueron devastadas.
El jefe de aquella guerrilla, que sufrió también sus luchas internas, Isaias Afwerki, es el presidente de Eritrea, una república heterogénea, con diversas etnias y lenguas. La etnia dominante es la tigriña, que habla el afar. La rashaida emplea el árabe.
El régimen es represivo, innumerables veces condenado por sus abusos de los derechos humanos. Algunos lo han llamado la segunda Corea del Norte. Alrededor del palacio presidencial, rodeado de un vasto jardín amurallado, hay edificios oficiales como el Parlamento cerrado, porque no se celebran elecciones ni hay intención de hacerlo, o modestos ministerios –Eritrea es uno de los países más pobres del mundo– como el de Asuntos Exteriores, en cuyo piso superior me fijé que una de sus ventanas tenía los cristales rotos.
Asmara conserva la catedral católica, edificios de la época fascista italiana convertidos en sedes gubernamentales, teatros, cines como el Roma o el Imperio, terrazas de cafeterías como la Dolce vita y el Pórtico. Hay avenidas orilladas de palmeras como la de los Mártires o de la Liberación, que antes se llamaron Via Musolini o el Corso.
La zona europea de esta ciudad no ha perdido completamente el estilo de antaño. Suenan las campanadas de la catedral donde asistí al rezo del rosario en italiano. Todos los rótulos de las calles están escritos en tigriña, en árabe, en inglés con sus tan diferentes abecedarios. Me sorprendió la importancia de la lengua árabe, muy extendida en su población. No en balde a Eritrea llegó muy pronto el islam. Este país es fronterizo de Sudán, donde miles de sus habitantes se refugiaron durante años, ahuyentados por las guerras. Sus primeros jefes de las luchas nacionalistas habían estudiado en El Cairo, y ahora Eritrea recibe ayuda de los Emiratos Árabes, de Arabia Saudí además de China y Turquía.
Vetustos autobuses y camiones, pocos automóviles recorren sus calles en las que no he visto ni policías ni soldados, como tampoco en sus carreteras. Eritrea es un país de un orden impuesto aplastante. Como ocurre en Siria, miles de sus jóvenes huyen del servicio militar que puede durar años, de sus trabajos forzados en beneficio del Estado, y engrosan la masa de refugiados que trata de volcarse sobre Europa.
Por la carretera de la costa del mar Rojo hacia Masaua hay a menudo carteles con anuncios para la prevención del sida, esta plaga africana. En las mesitas de noche de los hoteles nunca faltan los preservativos. En dos horas de camino por esta carretera pasamos a través de tres estaciones climatológicas, desde los fríos de Asmara hasta la calor tropical de Masaua.
Aun no se ha aplicado completamente el acuerdo de paz del año pasado entre los presidentes Alby de Etiopía y Afwerki de Eritrea. Y si bien se han establecido relaciones diplomáticas y la compañía Ethiopian Airways vuela a la muy aislada Asmara, la frontera permanece cerrada y en el puerto de Masaua, fantasmagórico y devastado por interminables batallas, las ruinas del esplendido Banco di Roma en la plazuela con la decapitada estatua del rey Haile Selasie, los abandonados edificios coloniales de las dos islitas, la otomana y la italiana, unidas por sendos puentes, con la península en la que se hacinan habitantes de un extenso barrio de chozas, son el mortecino paisaje urbano de la población que más padeció la guerra con Etiopía.
Los puertos de Masaua y Adab fueron la salida al mar de los etíopes que ahora necesitan el puerto de Yibuti.
El conflicto ha servido como pretexto a los dirigentes de Asmara para su política de represión. En una esquina porticada de los muelles, brilla de noche el rótulo Golden Navy, tugurio con altavoces de la popular música tigriña. El intacto Grand Hotel Dahlak, con su suntuosa escalera de mármol, el jardín con sus pérgolas en la orilla del mar Rojo, es base de los raros turistas, sobre todo italianos, que se embarcan hacia el archipiélago de las islas del mismo nombre con sus bancos de corales a seiscientas millas de Yemen.
Italia fue el primer estado que reconoció la independencia de Eritrea, su antigua colonia, con la que sigue manteniendo muy estrechas relaciones. Su embajada desataca en el barrio europeo de Asmara.
Keren-Cheren, según el rótulo italiano de su vacía estación convertida en zoco, es la otra ciudad más poblada de este país encerrado. Los lunes de cada semana hay un abigarrado mercado de camellos, algunos procedentes de Sudán. Hay barrios que son un permanente bazar de joyeros y orfebres. Hay iglesias católicas y ortodoxas, y una de ellas es una imitación de la catedral de Asmara. A las afueras de la ciudad se venera la capilla de la Virgen Mariam Deanit, cuya imagen negra está cobijada en el interior de un hermoso baobab a la que se atribuyen poderes para ayudar a la fertilidad tanto de mujeres cristianas como musulmanas.
El crecimiento demográfico de los musulmanes es patente en esta república con una numerosa población cristiana. En Keren se libró una decisiva batalla entre los ejércitos italiano y británico durante la Segunda Guerra Mundial que ganaron las tropas del Reino Unido. Fue el final del dominio colonial italiano. En la ciudad hay dos grandes cementerios de ambos bandos beligerantes muy bien cuidados por sus respectivas embajadas. En el italiano, al lado del sector destinado a las sepulturas de sus soldados, se extienden las tumbas de los eritreos que combatieron a su lado, ya sea debido a levas militares o porque estaban estipendiados. Mientras que los soldados italianos todos llevan sus nombres y apellidos, los de los eritreos solo tienen la escueta mención de “soldado desconocido”.
En el centro del cementerio, hay una lápida con la inscripción de un general italiano que reza “Italia nunca hizo tanto por Eritrea como Eritrea hizo por Italia”. Un amargo reconocimiento póstumo del fruto de sus años de colonización.
LA VANGUARDIA