Entrevista en el Limbo a Billy el Niño

Quienes me siguen en la prensa local saben que suelo hacer entrevistas en el Limbo a gente fallecida. Una licencia literaria, que me permite hacer hablar a quienes ya no pueden hacerlo. Y del Limbo regresaba –con los años cada vez estoy más por allí– cuando me crucé por el camino con Billy el Niño, a quien el coronavirus acababa de dar avío a la eternidad.

Imagínense la escena: los dos parados en aquellas soledades cósmicas, como cuando se encuentran dos montañeros en alguna cumbre. Guardando la distancia de seguridad, nos sentamos a descansar en un rabo de nube. Me di cuenta que el hombre tenía ganas de hablar y que venía muy enfadado de su paso por la Tierra. Aproveché la ocasión y, por provocarle, le solté lo que pensaba de él: «Billy, eres un ser abyecto. Naciste en la Extremadura del hambre, y en lugar de dedicarte al toreo, o convertirte en revolucionario vasco como tu paisano Txiki, o simplemente, ser un emigrante honrado, te dedicaste al arte de perseguir a los demás, machacarlos en comisaría y hacinarlos en mazmorras. A pura fuerza bruta subiste hasta la cima de la Brigada Político Social, escalando sobre los cuerpos magullados de cuantos caían en sus manos. Ahora, hasta Wikipedia te pone como chupa de dómine. Te condenarán aquí arriba, ya que la jueza Servini no ha podido hacerlo ahí abajo. ¿Cómo te sientes?».

Para mi sorpresa, en lugar de verlo abajado por el vituperio primero y el coronavirus después, me encontré con un hombre altivo y de un discurso cruel, pero coherente: «Sí, yo fui un torturador. ¿Y cuál es el problema? Cumplía órdenes, era el franquismo, todos hacíamos lo mismo. Políticos y jueces nos lo ordenaban, la prensa aplaudía, la Iglesia bendecía. ¿Por qué tengo que ser el único paganini y no esos que se hicieron demócratas de repente, empezando por los Borbones? Mira mi amigo y compañero Melitón Manzanas: en 2001 le concedieron la Gran Cruz de reconocimiento civil y millonarias indemnizaciones a su familia como víctima del terrorismo. ¿No torturó tanto o más que yo? Y si todos torturábamos en nombre del gobierno franquista, ¿por qué Carrero Blanco, nuestro jefe supremo, ha recibido tantos honores y prebendas?».

Por seguir tirándole de la lengua, le digo que esos mismos honores los hubiera tenido él, si lo hubiera matado la ETA. «¡Por supuesto, eso es lo que me indigna! –responde airado– Si los etarras me hubieran pegado un tiro junto a Melitón, o volado junto a Carrero, ahora sería un héroe de España y mi familia tendría el riñón cubierto. Pero como no lo hicieron, me echan a las pezuñas del oprobio y el vilipendio».

«Además –continúa Billy– si fui tan malo en el franquismo ¿por qué en 1977, ya con gobiernos democráticos, me enchufaron en la Brigada Central de Información, para seguir haciendo lo mismo con el Grapo, con los de ETA y con cuantos caían en mis manos? ¿Acaso Adolfo Suárez y Felipe González no sabían de mis métodos y de mi experiencia profesional? ¡Por supuesto que lo sabían! Yo seguí haciendo lo mismo bajo otros mandos. Y por eso Rodolfo Martín Villa, otro converso, me entregó la medalla de plata al Mérito Policial. Y posteriormente otras tres medallas más, todas en la democracia».

Me muevo inquieto en el rabo de nube. Billy tiene razón. A él no lo condecoró el franquismo, sino quienes vinieron después. Aparento empatizar con él y le digo que eso ocurría en los inicios de una débil democracia, amenazada por el golpismo y los vascos malos… «¡No me vengas con cuentos! –me espeta cabreado–. Tortura, tortura, lo que se dice tortura, y a mansalva, fue lo que vino después, en la sacrosanta democracia. A nosotros no se nos fue tanta gente en la bañera, el potro o la picana como a los que nos sucedieron. Arregi, Gurutze, Zabalza, Geresta, Lasa, Zabala ¡Qué falta de profesionalidad! Hace falta ser torpes para poner la cabeza como se la pusieron a Unai Romano, pero claro, eso el juez Grande Marlaska no lo veía y, aún así, ha acabado de Ministro de Justicia. ¡Toma ya! Como el juez Garzón, que casi le dan el Premio Nobel de la Paz. O Sánchez Corbí, condenado por «relajar» a Kepa Urra y acabó de jefe del operativo de Catalunya. O Gil Rubiales, que después de darle pasaporte a Arregi lo enviaron de comisario jefe a Canarias. La tortura, en la democracia, ha sido la escalera de los ascensos. ¿Por qué se meten ahora conmigo? Pues para tapar con la capa de la lejanía sus desaguisados actuales. Y espera, que ya son más de 4.000 denuncias de torturas las que ha aceptado el Gobierno Vasco, y las que van a seguir viniendo. ¿Cuántos Billy el Niño, y peores que yo, hay detrás de todas esas denuncias? Dentro de unos años, cuando los verdaderos culpables se sientan seguros, buscarán otro cabeza de turco como yo, y comenzarán a perseguirlo como a mí, para que la gente crea que la justicia funciona y que vive en un país decente. Así funciona España».

«Jobar, Billy –le digo–, te voy a tener que dar la razón».

Nos despedimos. «¿Voy bien camino del Limbo?» –me pregunta–. Le digo que no, y sin dudar le señalo otro, un alcorce hacia las calderas de Pedro Botero. Y hacia allí se dirige, confiado, libre ya de cámaras y periodistas. Al final, pienso mientras regreso, no es más que un pobre diablo, al que el coronavirus ha librado de su verdadero infierno terrenal. Este virus cabrón debería afinar la puntería y disparar más arriba.

Naiz