El general Espartero aseguraba que hay que bombardear Barcelona al menos cada cincuenta años. Ha llovido mucho desde los tiempos del duque de la Victoria, aunque quizás no tanto como parece, puesto que, como recordaremos dentro de pocas semanas, el último intento de golpe de Estado en España fue hace apenas treinta años, una operación que sus promotores justificaron, sobre todo, a partir de las demandas de los nacionalistas llamados “periféricos” y del peligro -según los golpistas y muchos que no lo eran- de ruptura de la sagrada unidad de la patria. Aunque la esperpéntica asonada del 23 de febrero de 1981 fracasó, dejó su poso, como recordaba ayer Enric Juliana: los grandes partidos españoles aprobaron en 1982 la llamada Loapa (ley orgánica de Armonización del Proceso Autonómico), que luego fue desactivada por el Tribunal Constitucional pero que, no obstante, contaminó e inspiró muchas de las políticas de los gobiernos de Felipe González, hasta que, en 1993, el presidente socialista, ya en proceso de caída y asediado por la corrupción, reclamó y tuvo el apoyo de Jordi Pujol.
En el mito del centralismo clásico (tanto en su versión franquista y ultraderechista rancia como en sus nuevas versiones supuestamente ilustradas, democráticas, progresistas) pervive la idea de que, llegado el caso, se podrían sacar perfectamente los tanques a la calle para que las aguas de los nacionalismos “disolventes” (sobre todo del catalán, que es más peligroso que el vasco porque, desde 1975, lo fía todo únicamente a las urnas y a la movilización tranquila de sectores centrales de la sociedad) volvieran a su cauce. Algunos piensan, dentro y fuera del catalanismo, que este mito es ya obsoleto, dado que España es miembro de la UE, de la OTAN y etcétera. ¿Cómo iban a atreverse a ello?, se preguntan algunos catalanes mientras les inquieta el celo con que Madrid se niega a reconocer, por ejemplo, la independencia de Kosovo. Pero la capacidad de adaptación de las viejas esencias es algo sorprendente, de tal modo que donde antes se amenazaba con tanques hoy se amenaza con intervenir económicamente sobre las autonomías con “instrumentos contundentes” para controlar su endeudamiento y lo que convenga. Poco importa si Zapatero lo hace para ganar credibilidad ante los mercados, Berlín y Washington, si lo hace para arrebatar la rojigualda al PP, o si lo hace para salvar su trasero para la posteridad. Lo cierto es que lo hace sin manías y sabe que Catalunya procesará sus advertencias de forma muy distinta a Cantabria, Extremadura o Valencia, puesto que, sin la voluntad de autogobierno de los catalanes, el Estado autonómico no existiría. Como confesó una vez Joaquín Almunia a Josep Lluís Carod, echar mano de lo catalán va de perlas cuando tocan elecciones. Y la subasta españolista entre PSOE y PP no ha hecho más que empezar, porque Rajoy ya ha ampliado la recentralización a la sanidad y la educación; en cambio, sobre Telemadrid y otros dispendios no ha dicho ni mu.
Los ideólogos de la brillante idea de la intervención recentralizadora son muchos y muy destacados, y siempre van por delante de la Moncloa y de las oficinas de las calles Ferraz y Génova. Y no me refiero a esa fina reflexión de don Manuel Fraga, de diciembre del 2008, en la que proponía “colgar a los nacionalistas de algún sitio”, algo digno, sin duda, de quien siempre ha tenido el Estado en la cabeza. Hay que buscar, más bien, en los predios alejados de la ruidosa caverna, para dar con voces como la del gobernador del Banco de España, Miguel Ángel Fernández Ordóñez, que el pasado octubre no tuvo reparos en dejar caer que no estaría mal limitar por ley el gasto de las autonomías. Un año antes, el escritor Fernando Savater, a la sazón impulsor del partido de Rosa Díez, escribió lo siguiente en el diario de la progresía oficial: “¿Qué deseamos, que el País Vasco, Catalunya, Galicia, Navarra o la que ustedes prefieran sean comunidades autónomas ni más ni menos que como las demás, armonizadas con el Estado del que forman parte, sometidas al mismo régimen tributario y por tanto institucionalmente solidarias con el conjunto del país, donde el pleno derecho a utilizar la lengua común oficial conviva con el uso voluntario de las lenguas regionales? ¡Pues claro que sí!”. Se puede decir más alto pero no más claro. El historiador Santos Juliá, entrevistado el pasado julio en estas páginas, explicaba que el llamado problema catalán persiste porque “la aspiración a la autonomía, una vez realizada, ha consolidado instituciones y ha proporcionado recursos jurídico-políticos que, en manos de partidos nacionalistas, se orientan a construir un nuevo Estado”. Según el catedrático, el siguiente objetivo de los nacionalistas “no es la consolidación de un Estado federal, sino la independencia”. Se puede debatir eternamente sobre el huevo y la gallina, pero la nueva ofensiva armonizadora vuelve a dar argumentos a los partidarios de la independencia, que, en julio pasado, tras el fallo del TC sobre el Estatut, rozó el 50%, según un sondeo de Noxa para La Vanguardia. En política, como en la vida, se recomienda no proferir amenazas si uno no está dispuesto a cumplirlas. Zapatero no habla por hablar, a menos que quiera que su descrédito rompa, finalmente, todo registro. Por ello, y al contrario de lo que ayer declaraban desde el Govern, uno tiende a pensar que el presidente del Gobierno central está dispuesto a ejecutar, si es necesario, lo que ahora plantea. Tampoco sería extraño: Zapatero ha demostrado ser valiente ante los débiles y dócil ante los fuertes. Así las cosas, ese grado de tensión controlada con Madrid que el president Mas pretendía administrar no está ya únicamente en sus manos, ni en sus tiempos. Para bien y para mal.