Salvador Cardús
Me parece una obviedad a la que no hace falta dar más vueltas: el Estado español nunca permitirá, por vías netamente democráticas, la independencia de Cataluña. Su proyecto de nación, el artículo 2 de la Constitución de 1978, no es que no prevea esa posibilidad, sino que está pensado para evitarla con todas las armas a su disposición. Lo dice explícitamente cuando pone al ejército como garante de esta unidad en su artículo 8. Especular sobre si sería capaz de llegar al extremo de hacerlo actuar es ocioso: lo haría, y con el apoyo entusiasta de la mayoría de sus ciudadanos.
Pero antes de llegar al ejército, el Estado tiene otros muchos instrumentos a su servicio, como hemos podido comprobar. Dispuso de capacidad ejecutiva, legislativa y judicial, todas con una “independencia” perfectamente coordinada para detener un proceso que llegaron a pensar que se les escapaba de las manos. Y ha recurrido a los aparatos de inteligencia, que es como en todas partes se llaman los servicios de espionaje, que delimitan de forma imprecisa con las cloacas de los estados. La mejor definición de Estado sigue siendo la de Max Weber: un aparato coercitivo que posee el monopolio del uso legítimo de la violencia. O, si se quiere, quién decide cuándo la violencia -y qué violencia- es legítima.
Ya probamos todas las vías democráticas. Aquí siempre se había querido llegar a un acuerdo con el Estado español para celebrar un referéndum de autodeterminación. Y el referéndum del Primero de Octubre de 2017 sólo fue unilateral para el Estado español, pero fue de naturaleza democrática en Cataluña. Y si sirvió para algo, fue para visibilizar los límites de la democracia española.
De modo que si las mayores movilizaciones populares y la participación heroica en ese referéndum no tocaron la fibra de esa “democracia plena” que dicen que es España, por favor, no insistamos ahora con esa broma del “diálogo y concordia” como vías para llegar a la autodeterminación. La ingenuidad de quienes participamos de buena fe en la docena de años de proceso independentista, confiando en que una fuerza popular masiva entendería democráticamente el Estado español, es insignificante junto a la de quienes creen, o quieren hacer creer que, librada en una mesa de diálogo, la razón democrática de los catalanes puede vencer un pulso con la razón de estado de España.
Todo esto es tan obvio que da pereza, si no vergüenza, tener que repetirlo. Pero hay otro hecho que hay que añadir para no volver a engañarnos: los estados se defienden entre ellos. Hace años, en una visita a las instituciones de la Unión Europea, un muy alto funcionario nos lo dijo sin ambages: la UE es una organización orientada por encima de todo a la defensa mutua de los estados que forman parte de ella. Confiar en que algún Estado europeo se mojará a favor de la voluntad democrática de los catalanes es delirante. Se les puede incomodar, se les puede intentar avergonzar y sonrojarles. Pero nunca traicionarán la lealtad recíproca que garantiza su integridad. Lo acabamos de ver con el asunto Pegasus: lo de “no podemos intervenir porque son asuntos internos” esconde justo todo lo contrario. De hecho, quieren decir: “No queremos intervenir porque nos expone ante nuestras propias vergüenzas”. La única manera de ser respetados por la Unión Europea es… estar como Estado. Éste es el círculo vicioso que habría que romper.
Dicho a la brava: confiar en la Unión Europea es tan cándido como confiar en una mesa de diálogo. Lo único que cabe esperar de una y otra es la domesticación y el amortiguamiento de la aspiración soberanista. Ésta es su poco sutil intención: reconducir el independentismo hacia expresiones divididas, radicalizadas y minorizadas, que sean fáciles de criminalizar y de arrinconar política y socialmente. No nos quieren desaparecidos, no: nos quieren heridos y resentidos. Sería bueno no perderlo de vista.
ARA