En los días finales del imperio otomano, diplomáticos de Washington –cónsules en Beirut, Jerusalén, El Cairo y otras ciudades–, organizaciones no gubernamentales de toda la región y miles de misioneros estadunidenses suplicaron al Departamento de Estado la creación de un Estado árabe moderno que se extendiera desde las costas de Marruecos hasta las fronteras de Mesopotamia y Persia. Creían que eso llevaría a gran parte del mundo musulmán a la órbita democrática de Europa y Occidente.
Desde luego, el acuerdo Sykes-Picot, que ya había dado forma en secreto a Medio Oriente, un agónico Woodrow Wilson y el repliegue de Estados Unidos hacia el aislacionismo echaron por tierra tan fantasiosas esperanzas. Además, ¿quién sabe si algunos árabes habrían preferido la “civilización” de Roma y, poco más de una década después, de Madrid y Berlín a las supuestamente decadentes democracias de otros lugares de Europa? Al final, la Segunda Guerra Mundial dañó a Túnez, Libia, Egipto y Líbano y dejó al resto comparativamente ileso. Pero éste es el momento de recordar los “hubieras” de la historia, porque hoy es posible vislumbrar un mundo futuro en el que pudiéramos viajar de Marruecos a la frontera Irán-Irak sin una visa en nuestro pasaporte. Que los árabes puedan llegar a eso con rapidez es, desde luego, otra cuestión.
Lo que no está en duda es la extraordinaria tempestad que atraviesa la región, la espectacular ruptura del mundo árabe que la mayoría de nosotros y la mayoría de los árabes hemos conocido a lo largo de nuestra vida. De las mohosas y corruptas dictaduras –el cáncer de Medio Oriente– está surgiendo un pueblo renacido. No sin derramamiento de sangre, y no sin mucha violencia tanto delante como detrás. Pero ahora por fin los árabes pueden esperar marchar hacia las cumbres resplandecientes. Todos los amigos árabes que tengo me han dicho exactamente lo mismo en las semanas pasadas: “Nunca creí llegar a ver esto en mi vida”.
Hemos observado cómo esos terremotos abrieron grietas y cómo las grietas se convirtieron en fisuras. De Túnez a Egipto, Libia y Yemen –cuya libertad está quizás a sólo 48 horas–, a Marruecos y Bahrein, y sí, tal vez incluso hasta Siria, los jóvenes valerosos han dicho al mundo que quieren libertad. Y de seguro obtendrán esa libertad en las próximas semanas y meses. Son palabras jubilosas, pero deben escribirse con la mayor precaución.
Pese a toda la confianza de David Cameron, no estoy tan seguro de que la operación en Libia vaya a tener un final feliz. De hecho, no estoy seguro de saber cómo va a terminar, aunque el vano y prepotente ataque de Estados Unidos al cuartel de Kadafi –casi idéntico al que escenificó en 1986 y que costó la vida a la hija adoptiva del coronel– demostró fuera de toda duda que la intención de Obama es liquidar al régimen. No tengo la certeza, tampoco, de que vaya a ser fácil crear una democracia en Bahrein, en especial cuando Arabia Saudita –el cáliz intocable, casi tan sagrado como Israel frente a las críticas– sigue enviando su soldadesca a cruzar el puente fronterizo.
He notado, desde luego, las prédicas de autores como Robert Skidelsky, quien cree que la fantasiosa “liberación” de Irak por Bush y Blair –cuyo resultado es que Teherán tiene el control efectivo del país– condujo a los levantamientos callejeros de hoy. “Pero la combinación de libertad y orden de las democracias occidentales… es producto de una larga historia que no se puede reproducir en breve plazo –ha dicho–. La mayoría de los pueblos no occidentales dependen de las virtudes personales del líder, no de los límites institucionales a su poder, para hacer tolerables sus vidas.” Entiendo el mensaje: no se puede confiar la democracia a los árabes: no están preparados para ella como lo estamos nosotros los occidentales y –ejem– los israelíes, claro. Es un poco como que Israel diga –como de hecho lo dice– que es la única democracia de Medio Oriente, y luego, para asegurarse de seguir siéndolo, ruegue a los estadunidenses dejar a Mubarak en el poder. Que fue exactamente lo que ocurrió en enero.
Israel es un caso que vale la pena examinar. Por lo regular capaces de considerable previsión, su gobierno, sus diplomáticos y sus partidarios extranjeros se han mostrado remisos y torpes en su respuesta a los sucesos que sacuden al mundo árabe. En vez de dar la bienvenida a un nuevo y democrático Egipto, hacen hoscas advertencias acerca de su volatilidad. Al parecer, para el gobierno de Israel la caída de dictadores a los que muchas veces ha comparado con Hitler es aún peor que su preservación. Podemos ver dónde radica el problema: un Mubarak siempre obedecerá las órdenes de Israel (vía Washington); un nuevo presidente no estará bajo esa presión. A los electores egipcios no les gusta el sitio de Gaza y están indignados por el despojo de tierra árabe para colonias israelíes en Cisjordania. Por cuantiosos que sean los sobornos de Washington, ningún presidente egipcio electo va a poder tolerar durante mucho tiempo ese estado de cosas.
Hablando de sobornos, el más cuantioso de todos fue entregado la semana pasada –en pagarés, claro está– por el monarca saudita, quien está desembolsando 150 mil millones de dólares por todo su reino feliz con la esperanza de evadir la ira del pueblo. Quién sabe, puede que le funcione por un tiempo. Pero, como siempre he dicho, observen a Arabia Saudita. Y no le quiten los ojos de encima.
En cambio, la epopeya que podemos darnos el lujo de olvidar es la “guerra al terror”. Apenas si ha salido algún gruñido de la tienda de Osama durante meses. ¿No resulta extraño? Lo único que he oído de “Al Qaeda” con respecto a Egipto fue un llamado a deponer a Mubarak… una semana después de que había sido derrocado por el poder popular. La carta más reciente del hombre de la caverna instaba a los pueblos heroicos del mundo árabe a recordar que sus revoluciones tienen raíces islámicas, lo cual debe de haberles caído de sorpresa a los habitantes de Egipto, Túnez, Libia, Yemen, Barhein y demás, porque todos ellos exigían democracia y libertad. Y allí está, en cierto modo, la respuesta a Skidelsky. ¿Acaso cree que todos ellos mienten? Y de ser así, ¿por qué?
Como dije, queda mucha sangre por correr. Y muchas manos entrometidas que querrán convertir las nuevas democracias en proyectos de dictaduras. Pero por una vez –sólo una vez–, los árabes pueden mirar las cumbres resplandecientes.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya