El autor despliega su habitual elocuencia en este caso contra la «trágica pérdida de biodiversidad» en el mundo. Acompaña su reflexión con datos que no dejan lugar para la duda: a lo largo de su historia, el hombre ha cultivado miles de especies para cubrir sus necesidades de alimentación. Hoy ese número se reduce a 150, y una docena de ellas acumulan el 70% del consumo humano. La civilización se precipita sin freno por la pendiente de la uniformidad y la producción en serie, se empobrece mientras destruye la diversidad.
La tierra no es esférica sino rugosa, ondulada, abollada, bulbosa, irregular como un boniato. Vista de lejos -desde el espacio, desde un avión, en un mapa-, con los pies en el aire, se nos antoja tan geométrica que no la podemos sentir amenazada, nos parece tan próxima que no puede darnos miedo. Pero en lo alto de la montaña más alta seguimos tocando el suelo y por eso allí nos sentimos inseguros; lo que llamamos vértigo o acrofobia es en realidad un horizóntigo o geofobia; el miedo, no a las alturas, no, sino a la extensión irregular de la Tierra, a su «bajura» temblorosa e inclinada desplegada ante los ojos desde la raíz de los zapatos. Desde el cielo, el planeta parece un juguete; desde la colina, parece una patata. Todo en él son arrugas, pliegues, inclinaciones; todo en él son bultos y hendiduras. Hasta la línea del horizonte se baja, no por catetos, hipotenusas y cosenos, sino por quebraduras, sinuosidades, levantamientos, aproximaciones. La Tierra es un terremoto provisionalmente endurecido, un oleaje momentáneamente sólido.
Como ya sólo imaginamos la Tierra -con sus mares, continentes y países- desde el aire y en los mapas, hemos acabado por considerarla un producto nuestro, artificial y controlado. Nos tranquiliza concebirla así, como un producto industrial y no como un azar natural, porque cada vez nos da más miedo aceptar la fragilidad, la inexactitud, la irregularidad, la irrepetibilidad de nuestra existencia.
La oposición entre la industria y la naturaleza, y la superioridad de la primera, tiene que ver con el hecho de que, mientras que la naturaleza sólo produce gemelos como excepción y anomalía, la industria puede producir en serie y de manera potencialmente ilimitada objetos idénticos. La naturaleza no sabe reproducirse sin producir diferencias: entre dos cuerpos, entre dos montañas, entre dos hierbas. La industria se reproduce, al contrario, produciendo identidades: la misma tuerca, la misma camisa, el mismo coche. Que la naturaleza produzca dos cosas iguales resulta inquietante; que una cadena de montaje produzca dos cosas distintas se considera un defecto. Los iguales naturales dan miedo; los distintos industriales van a parar al cubo de los desperdicios. Nos tranquiliza, sí, pensar en el planeta como salido de una fábrica, redondo, bien acabado, reproducible a voluntad. ¿No podremos hacer otro igual, otros iguales, cuando se nos acabe? ¿Llenar el universo de bolitas azules, ponerlas en fila, habitarlas eternamente?
El capitalismo, a través del mercado, ha impuesto una medida industrial para valorar la calidad no sólo de las tuercas y los accesorios eléctricos -necesariamente sometidos a estandarización o normalización- sino también de los alimentos y los conocimientos. Así lo explica con ironía el veterinario y músico Antonio Calvache en un excelente artículo: «No hay comida de más calidad que la que puedes encontrar en un Macdonald’s. En efecto, pide una Macpollo en cualquier lugar del planeta, cualquier día del año y a cualquier hora y recibirás exactamente la misma masa, consistencia, sabor, olor de carne, la misma esponjosidad y diámetro del pan, el mismo color, grosor, textura de los trocitos de lechuga, idénticos granitos de sésamo, etc. Para conseguir esto, la multinacional se jacta de tener proveedores en los cinco continentes. Así, si plantamos la misma variedad de tomate en una tierra con similar composición y utilizamos los mismos abonos, se conseguirá que un tomate chileno en febrero sea igual que uno marroquí en abril o uno de Almería en junio».
Curiosamente, la asociación mental entre calidad e igualdad, inducida por las grandes multinacionales de la alimentación, ha acabado por acelerar la trágica pérdida de biodiversidad en el mundo. El planeta es una patata y las patatas son todas distintas entre sí, abolladas e irregulares; el planeta es un tomate y los tomates son todos distintos entre sí; el planeta es un cigarro habano y los cigarros habanos, si son buenos, son todos distintos entre sí. Pero el planeta es una canica y las canicas, reproducibles en serie, son todas lisas, brillantes, idénticas entre sí. También deben serlo las patatas, los tomates, las manzanas; y así acabamos desconfiando de todas las irregularidades que introduce la naturaleza, de todas las diferencias que introducen las manos. Queremos manejar siempre el mismo coche, lo que es bastante sensato; pero queremos comernos siempre la misma naranja y fumarnos siempre el mismo cigarro, lo que amenaza 10.000 años de enriquecimiento biológico y de placeres civilizados.
Resultado? La Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) estima que el 75% de la diversidad genética de los cultivos se ha perdido durante el último siglo. Históricamente, el ser humano ha utilizado para sus necesidades entre 7.000 y 10.000 especies; hoy, sólo se cultivan unas 150 y doce de ellas representan más del 70% del consumo humano. En Estados Unidos, por ejemplo, ha desaparecido de los campos el 93% de las variedades de frutas y productos hortícolas en los últimos cien años. En España, en los años setenta había 380 variedades de melón; en 2009 se encuentran en el mercado entre 10 y 12. En México en la actualidad sólo sobrevive el 20% de las variedades de maíz que se cultivaban en 1930. A mayor producción, pues, menor variedad y menor diversidad.
¿Resultado? El buen gusto, el refinamiento, el know-how, el cuidado, la atención, la destreza, la belleza de cientos de generaciones se pierden al mismo tiempo que el respeto por las cosas, el sentido de la supervivencia y la capacidad de resistencia. Vivimos en el aire, sin vértigo ni angustia. El planeta Tierra es un producto industrial; las papas y los tomates también. El planeta Tierra es una canica; las naranjas y los melones también. Lo mismo, por supuesto, que los hombres, las mujeres y los niños.
Imaginamos el mercado como una gran fiesta de la variedad, la multiplicación y la diferencia. Es, ya lo vemos, todo lo contrario. ¿Se puede decir al menos que, en una relación inversamente proporcional, el capitalismo sustituye la biodiversidad por logodiversidad y nos compensa de la riqueza natural de que nos priva, de los refinamientos que nos roba y de la vida que nos acorta multiplicando las marcas, ya que no los productos? Ni siquiera eso es cierto. De las miles de bebidas refrescantes registradas en todo el mundo, el 73% pertenecen a Coca-Cola o Pepsi-Cola. La cervecera Heineken, por su parte, es dueña de 130 marcas de cervezas en 65 países y la ominosa casa Nestlé es propietaria de 15 marcas de cafés, 12 de bebidas, 16 de productos no frescos, 30 de helados, 17 de comida infantil, 3 de alimentos para deportistas, 5 de condimentos, 5 de congelados, 4 de productos refrigerados, 51 de chocolates y galletas, y 19 de alimentos para mascotas. Según la visión religiosa tradicional, un solo dios creó la pluralísima riqueza de la madre Tierra; bajo el capitalismo, 4 ó 5 dioses, al mismo tiempo que la destruyen, crean en su lugar, para ocultar la pérdida colectiva, para obtener beneficios privados, un alegre bullicio de nombres y logotipos.
Esto es malo. Pero peor aún es que nos sintamos tan contentos, tan civilizados, tan avanzados, tan ricos, con este empobrecimiento.
© «La Calle del Medio» (Cuba)