¿Se imaginan un debate de ideas –serio, riguroso, con argumentos– entre un aficionado del Barça y uno del Madrid en el que uno intente convencer al otro de que cambie de equipo, que deje de sentir los colores que siente y que se pase al ‘otro bando’? ¿Serviría de algo? Obviamente, sería una pérdida de tiempo. Entonces, ¿de qué debate estaríamos hablando? De un debate imposible, claro. O más que imposible, inexistente, dado que la adscripción a un equipo de fútbol nada tiene que ver con la lógica, la razón y los argumentos, sino que se trata de una cuestión personal, sentimental, emotiva.
Este ejemplo futbolístico sirve, ‘mutatis mutandis’, para entender por qué el wokismo y el debate racional en la esfera pública están reñidos. Y es que la “teoría woke” –entendida como un movimiento sociopolítico que pone énfasis en la conciencia sobre las desigualdades, la justicia social y las identidades no-normativas– centra la atención en la identidad personal como eje fundamental del debate público. En consecuencia, esta centralidad acaba teniendo implicaciones en la calidad y el tono del debate público, sobre todo en lo que se refiere a la serenidad y racionalidad.
Hay que tener en cuenta que la identidad personal es una cuestión compleja, que suele cambiar o matizarse con el paso de los años, y al estar vinculada a experiencias vividas y a sentimientos de pertenencia o exclusión, esto hace que las personas reaccionemos de forma visceral cuando se nos niega la identidad, se nos critica, se nos pone en duda o directamente no se nos reconoce.
Con estas cuestiones de la identidad, los ‘homo sapiens’ solemos tener la piel muy fina, tanto hombres como mujeres. Si a una persona le discutes la identidad con argumentos y datos, de forma «fría y desapasionada», lo más probable es que se ofenda y ponga en duda la objetividad de los argumentos. Es más fácil dudar de las intenciones del otro, que valorar fríamente los argumentos que aporta. Y lo es por una razón muy sencilla: si se hace el esfuerzo de prescindir de la propia identidad y valorar los argumentos de forma «desapasionada», entonces existe el peligro de que el propio autoconcepto se resquebraje –sobre todo si pivota en torno al victimismo–, que pierda consistencia, tan «sólida» ni tan «evidente».
Esto es lo que suele ocurrir en contextos donde las identidades individuales han sido históricamente ignoradas, menospreciadas u oprimidas, sea por el motivo que sea. Cuando las discusiones y los debates sobre la identidad se convierten en personales, inevitablemente personales, las voces discrepantes se perciben como una amenaza y no como una contribución legítima. De ahí la (anti)cultura de la cancelación, que no sólo empobrece el debate público, sino que en buena medida lo imposibilita.
¿Qué esperan obtener, poniendo la identidad en el centro del debate público? Los wokistas deberían responder a esta pregunta de manera sincera, honesta. Si tuviera que responderla yo, diría que no esperan obtener nada más, ni nada menos, que el poder, el control por el relato, la no discrepancia del resto. Supongo que no será poco, dados los esfuerzos que le dedican.
NÚVOL
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