El virus del orgullo

Que para gestionar una epidemia que ya pasa de diez mil muertos en el Estado, una sexta parte del recuento mundial, el gobierno español haga salir un espadón con la quincalla en la pechera es señal de que se ha entrado en una realidad alternativa. Porque es por fuerza en otro orden de realidad cuando se encarga a un jefe de estado mayor del ejército la misión de combatir, no al virus, que no sabe nada de guerra ni de guerreros, sino la desmoralización causada por la torpeza del gobierno. En esta pesadilla que nos transporta a épocas periclitadas, los ciudadanos se convierten en soldados y los enfermos, bajas en la batalla. Y el rey, ‘primum inter pares’, primero entre iguales, no es sino el primero soldado, luchando codo con codo con los médicos y enfermeras que cada día se juegan la vida para mantener a raya la muerte. Es una guerra de diseño a partir de una retórica de eficacia comprobada, con estrategas y un alto mando bautizado ampulosamente ‘Comisión Técnica de Seguimiento del Coronavirus’. Rellena de técnicos como el mencionado general, el nombre de este cuartel general es muy apropiado, porque, efectivamente, no han dejado en ningún momento de seguir el virus a distancia mientras se propagaba como un incendio que se les había escapado de las manos.

En el escenario surrealista instaurado a golpes de retórica, con hospitales de campaña, inhumación perentoria de los cadáveres y confinamiento con elementos de toque de queda, sólo faltaba que los especialistas de la vida pública española, las autoridades, levantaran la moral de la tropa con arengas patrióticas. Y, fieles a su papel, las autoridades no han fallado. Contra el virus se han pronunciado consignas del tipo ‘somos una gran nación’ y ‘estoy orgulloso de ser español’. Son palabras que inspiran y consuelan. Si se ha de morir en combate, viene bien saber que la causa lo merece y que se ha tenido la fortuna incomparable de haber vivido español.

Descendiendo de la suprarrealidad a la realidad zanja y vulgar, no deja de sorprender que alguien pregone exultante la joya de pertenecer a un país que afronta las crisis alocadamente y con consecuencias devastadoras. Covid-19 no es un problema específico de España, pero allí la crisis sanitaria destapa otras igualmente intratables que, sumadas, ponen al Estado al borde del colapso. Por imprevisión, España se encuentra en una situación límite. ¿Cómo se ha podido llegar al estado de alarma sin que nadie diera la alarma cuando tocaba y era necesario? La explicación radica en el egoísmo paralizador. Se vive en una permanente negación de la realidad, en una dilación de la respuesta a sus estímulos. Quien más quien menos pospone el diluvio a su personal fruición o explotación del momento. ‘Allá ellos’, es el comportamiento más usual y, como en el juego de las sillas, el último en sentarse a aguantarse. E ir tirando hasta que no queda más juego.

Han ayudado a la catástrofe unos medios mercenarios que manipulan la opinión de una manera tan inmoderada que sustituyen la realidad por otra paralela. Hasta cierto punto, el efecto de propaganda excusa la ceguera de la gente que busca en ella (y por ello encuentra) alimento para las bajas pasiones. Pero sólo en parte, porque buscar voluntariamente el odio y la mentira es una señal inequívoca de corrupción espiritual. Corrupción que no exonera a nadie, porque como el virus del odio no entiende en territorios. No es ningún secreto que la corrupción mina la sociedad española, desde la monarquía hasta los márgenes del sistema, pues, como enseña la novela picaresca castellana, esta es la verdadera unidad nacional. El país es rico en astucia y todo el mundo se aprovecha de ello según la malicia de cada uno. El ciego de ‘El Lazarillo de Tormes’ sabe que el guía hace trampa porque no protesta cuando él rompe el pacto y empieza a comerse las uvas de dos en dos. No hay ninguna otra explicación de la aparente conformidad española con los gobiernos más corruptos de Europa.

Misterio de la fraseología. ¿Qué quiere decir, en medio de un mar de escándalos, que los españoles ‘somos una gran nación’? La frase no tiene base empírica alguna. Ni interpretándola en sentido geográfico, que no es el sentido de ‘nación’, España no es muy grande. Apenas tiene 75.000 km2 más que California y sólo siete millones más de habitantes. Pero económicamente, ¡qué diferencia con su antigua colonia! Cuando España aún está lejos de saldar la deuda de la crisis anterior, ya vuelve a necesitar un rescate. Es humillante y lo niega, saliendo al mundo como el ‘hidalgo’ hambriento con el palillo en la boca, pero lo reclama a escondidas, exigiendo ‘solidaridad’ como un señor con ínfulas. En España, los rescates son una constante histórica. Es un país con récord mundial de quiebras y necesidad constante de financiación exterior. Carlos V tuvo menester de enormes préstamos de la banca europea, los Welser, los Fugger y los banqueros genoveses. En el cenit del imperio, Felipe II suspendió pagos varias veces, como lo hicieron Felipe III, Felipe IV (cuatro veces), Carlos II, Carlos IV y siete veces en el siglo XIX, cuando España fue declarada insolvente en las bolsas internacionales a mediados del siglo. La gran nación de Felipe VI no ha hecho quiebra técnica, pero con un rescate de gran volumen poco antes de acceder él al trono y otro que ya parece inevitable, la segunda restauración borbónica tiene muy pocos referentes de grandeza. Pero esto no impide imitar a Francia y aún más a los Estados Unidos y más adelante a cualquier otro modelo que cause la envidia necesaria para mentirse a uno mismo.

Si la vanidad es siempre ridícula, la humillación tiene un lado peligroso cuando en lugar de redundar en humildad se convierte en resentimiento. Nada como la frase ‘estoy orgulloso de ser español’, pronunciada en un contexto militar como una consigna prescriptiva, para captar la agresividad que anida en la humillación. Entendámonos, ser español es una eventualidad que, como todas, puede gustar o disgustar, parecer ventajosa o lo contrario, dependiendo de la circunstancia de cada uno. Puede ser el atributo cultural y la coyuntura política de bellísimas personas, así como de elementos repugnantes. Así, más o menos, con todos los gentilicios. Y es legítimo sentirse cómodo en razón del grado de identificación con el destino colectivo que cada uno pueda asumir. Pero en general me parece válida la fórmula: cuanto más sensibilidad, más desconsuelo y cuanto más conciencia menos identificación acrítica.

La frase en cuestión manifiesta la deificación del ídolo colectivo, la nación. Pero sobre todo delata la autodeificación del sujeto, que mediante la desviación psicológica a través de un paradigma abstracto viene a decir que celebra ser quien es e invita a los demás a tomarlo como modelo a imitar. Un modelo militar, en este caso. Es, como siempre, una forma de reclamar obediencia en nombre de una unidad abstracta y al final falsa, porque cuanto más se impone más lleva a la fragmentación. El orgullo programático destruye la personalidad y termina llevando a la destrucción física de la colectividad en enfrentamientos civiles, expulsiones, exilios y mutilaciones ideológicas, como tantas veces en la historia de España.

Si no hay ningún motivo para el orgullo patriótico -ser catalán, por ejemplo, es una condición pesada, llena de obstáculos y pobre en ventajas, de la que muchos huyen-, declararse orgulloso de ser español es o inconsciencia o complicidad con una tradición que se exalta por haber extendido el miedo y el sufrimiento en medio mundo. Aclaro que no es en ningún caso la identidad lo que es criminal, sino el orgullo de divinizarla. El orgullo es la cara pública de la humillación que inflige la verdad, más humillante cuanto más negada.

Desnudando al Estado y haciendo aflorar la vacuidad de los discursos oficiales, el coronavirus habría podido ser un revulsivo. Podía esperarse que el orgullo se fundiera a medida que crecía el número de muertos. Una conversión era posible, empezando por mirar fijamente la verdad del Estado y su gestión. Una verdad dura, como es duro de admitir el daño que se ha causado y dispensar justicia a las víctimas. Pero en lugar de hacer análisis de conciencia se han movilizado el orgullo y la violencia simbólica encarnada en metáforas guerreras y exhibición de fuerza. El resultado es diabólico y está a la vista no sólo en el escenario de los cadáveres amontonados, de residencias de ancianos convertidas en ratoneras, de médicos improvisados ??en jueces de a quién curar y a quién dejar morir, sino también en el enconamiento del odio. La virulencia del orgullo se ve con precisión hiperrealista en la amenaza del Tribunal Supremo a los funcionarios para que encerraran a los políticos catalanes en un confinamiento potencialmente letal.

El orgullo satánico de Marchena y sus cómplices es el síntoma más claro hasta ahora de la proximidad en la que está el régimen de autodestruirse. El contagio hace tiempo que avanza y el cuerpo social no tiene defensas para frenarlo. Poco a poco, fallan los órganos vitales y ceden a la injusticia, sinónimo de descomposición y desorden. Ayer fue el presidente del parlamento, hoy es la junta de tratamiento penitenciario, mañana será el responsable de alguna otra institución quien cederá al chantaje de un orgullo insaciable. La inmoralidad empapa la fiscalía, los tribunales, la policía, los medios. Cada vez es más difícil quedar al margen, escabullirse de ella. Muchos sucumben a la tentación de protegerse adorando al ídolo y combatiendo la realidad con la superstición: ‘¡Soy español, español, español!’. Tanta grandeza asusta y dicen que el virus comienza a remitir.

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