En esta época de tensiones políticas y ramadán, que además este año coincide con el día feminista del 8 de marzo, la cuestión del velo vuelve a resurgir como elemento polémico. La presidenta madrileña Ayuso, conocida también por su proverbial capacidad de generar animadversión entre el sector educativo, ha afirmado que piensa prohibir esta prenda en las aulas de su comunidad, siguiendo el modelo de laicismo activo de la República de Francia. Y una parte sustancial de la izquierda, vinculada al activismo social, el movimiento estudiantil y la hegemonía ‘woke’ que se ha enseñoreado de las aulas universitarias ha caído ingenuamente en la trampa urdida por el reaccionarismo hispánico, con el mismo entusiasmo que ya demostraron cuando un modesto autobús de ‘Hazte Oir’ se paseó por algunas ciudades.
Y es así como en las manifestaciones de la progresía madrileña (aunque también catalana, europea y occidental) se repite la misma letanía que pone a parir al feminismo clásico, al de toda la vida, al que tiene detrás una larga historia de éxitos e hitos inimaginables y que ha permitido en pocas décadas llegar a niveles de igualdad, aunque mejorables, más que tangibles, y que han permitido liderar una de las revoluciones sociales más exitosas de la historia. ¿Y qué mantras (llamarlos argumentos o razones sería inexacto) se utilizan para criticar este feminismo exitoso? Tildarlo de islamófobo, blanco, liberal burgués o capitalista. En otras palabras, y teniendo en cuenta que los protagonistas preparan a menudo una macedonia de anticapitalismo ‘sui generis’, pensamiento decolonial, multiculturalismo a la carta, teoría crítica de la raza, ingrediente LGTBIQ (que ha parasitado al feminismo) y marinado en una rancia salsa de posmodernismo y relativismo cultural, tenemos un buen grupo de activistas defendiendo el patriarcado más salvaje, las creencias políticas disfrazadas de religión totalitaria y articulando la ficción del feminismo islámico. Se nota que no muchos han leído a autores como Nawal el Saadawi, o más precisamente, a la gran escritora Najat El Hachmi, quien en sus libros explica con pelos y señales la lucha por la libertad a partir de la dura, ingrata y solitaria lucha por la libertad, a menudo a un precio demasiado alto.
Europa en general y Cataluña en particular ya tiene suficiente experiencia para entender que el velo no es otra cosa que un símbolo político, por un lado, y una marca de control comunitario, cuya función es afirmar la pertenencia y propiedad de las mujeres musulmanas por parte de una comunidad con mecanismos de control y represión no demasiado diferentes a los de la antigua Stasi. Que ésta era una prenda anecdótica hace veinte años, cuando las primeras generaciones se instalaban en barrios y ciudades, propiciando una mayor interacción con autóctonos e inmigrantes de otras procedencias que confluían en lechos interculturales, y que, por contra, esta prenda, nada inocente, se ha ido generalizando a medida que han llegado imanes (a menudo enviados y pagados por el wahabismo del Golfo) y que no tienen tanto una función religiosa como social y política. Lo que está en juego es impedir que las mujeres musulmanas, que en términos generales tienen más éxito escolar y, por tanto, acceso potencial a profesiones mejor consideradas y mejor pagadas y, por tanto, posibilidades de promoción social, participen plenamente en un mercado matrimonial con hombres ajenos a su comunidad. A diferencia de las series venezolanas, el amor no es ciego y las personas con antecedentes y estatus similares tienden a emparejarse con personas de ideas afines, y esto implica que muchas mujeres inmigrantes que prosperan tienden a buscar personas de fuera de su comunidad. Esta ley de la sociología significa básicamente la pérdida de control de las mujeres, lo que tiene tanto que ver con el miedo atávico a perder el control de la reproducción social y cultural y, por tanto, la disolución en sociedades liberales de recepción complejas e individualistas. El velo, por tanto, es una imposición que pretende aislar a las mujeres de las sociedades europeas y mantener así un patriarcado tradicional y reinventado. Representa, en la práctica, la imposición de un ‘apartheid’ sexual, una forma de vetar la mezcla social, profesional o emocional para retenerlas dentro del estrecho marco segregado de la comunidad. La “voluntariedad” que a menudo se esgrime para evitar la prohibición o combatir el laicismo que siempre había caracterizado al progresismo, no existe. Puede haber una versión propagandística (la que genera una narrativa dentro de la comunidad que considera las mujeres occidentalizadas como prostitutas, fáciles, violables y por tanto atacables y acosables), o puede haber una versión de violencia ambiental: la amenaza más o menos tácita, el chantaje emocional, la presión familiar y/o comunitaria o el ostracismo. Y si todo esto falla, directamente la violencia, el matrimonio forzado o cualquier otro método expedito que asegure la sumisión. La presidenta Ayuso, que dudo que tenga poder para decidir si prohíbe o no el velo, al más puro estilo Donald Trump, ha decidido librar la batalla cultural que le ha planteado la izquierda con errores estratégicos como estos. Es más, sospecho que habrá hecho el cálculo correcto para forzar al Estado a decidir la prohibición a la francesa, que así será, y así tener argumentos para poder continuar su guerra privada con Sánchez en particular y la izquierda progresista (y terriblemente desorientada, al más puro estilo Montero) en general. Y ésta es una guerra que seguramente se ganará, como se ha visto en Estados Unidos. Ayuso, que podría protagonizar una versión Disney de Blancanieves en el papel de madrastra, es probablemente la más maquiavélica de los políticos españoles. Ahora bien, ella no es nada tonta y sabe perfectamente que el feminismo “blanco, liberal y burgués” es mayoritario entre las mujeres, y yo diría que también entre los hombres que, en su mayoría, no respondemos al cliché con el que nos etiquetan desde el feminismo ‘woke’. Y el hecho de que cada vez haya más mujeres cubiertas en la calle, con una superficie cada vez más extensa en lo que constituyen verdaderas cárceles textiles, apela más bien a un cierto instinto tribal que hace que el islamismo, y sobre todo teniendo en cuenta las experiencias internacionales, sea percibido cada vez más como una amenaza. Y no, no tiene nada que ver con un supuesto racismo, sino porque cada velo es también una enmienda a la totalidad de los principios liberales, laicos, de tolerancia y pluralidad que habían caracterizado la construcción de las sociedades libres en las últimas décadas y que había costado tantas décadas alcanzar. Irán, Irak y Afganistán (aunque también ciertos barrios británicos o ‘banlieux’ francesas) nos han mostrado cómo, en un breve instante, sociedades relativamente libres pueden convertirse en un infierno teocrático donde las libertades de los individuos, especialmente de las mujeres, son aplastadas. Y el hecho de que en nuestros barrios se produzcan matrimonios forzados o un control estricto de las mujeres no parece un buen precedente. Pocas cosas son tan efímeras como la libertad.
EL MÓN