Las pantallas son enemigas de los libros. La imagen es enemiga del pensamiento. El liderazgo ha pasado de un modelo aristocrático y hereditario del siglo XVI al XIX a uno de clase media y basado en la meritocracia en el siglo XX –De Gaulle, Nixon, Sadat, Thatcher, Merkel– y, a partir del siglo XXI, en uno basado en la imagen –Trump, Putin, Bolsonaro.
En el segundo modelo, el esfuerzo personal, la formación y la lectura fueron determinantes. La posición debía ganarse. Hacía falta capacidad de análisis, estrategia, coraje y carácter. Como escribe H. Kissinger, el criterio para juzgar a un líder no ha cambiado a lo largo de la historia: “Trascender las circunstancias por visión y dedicación”. Hay que saber evitar las crisis y riesgos antes de que se manifiesten en toda su contundencia. Hoy, los trascendentes cambios son rapidísimos y requieren una habilidad muy especial, pero no como podría parecer, basada en la intuición, sino más bien en la experiencia, la convicción y la resiliencia. Los períodos de confusión y duda deben superarse con coraje y carácter.
La imagen y la inmediatez se han hecho fuertes hasta extremos insospechados hace unos años. Han impregnado la política mundial. Los fenómenos Trump y Bolsonaro no son explicables sin esa circunstancia, que ha pasado a ser un agente social que determina comportamientos. Detrás del “Make America great again” no hay nada. Es un eslogan que reúne a mucha gente en EEUU: ¿qué americano no querría que se cumpliera? Pero lleva aparejada una falta de coraje y convicción por parte de quien lo dice que le descalifica. Trump pregunta a la vicesecretaria de Estado minutos antes de la primera entrevista con el presidente Putin en Helsinki: “¿Cree que le caeré bien?” No hace falta dejar volar mucho la imaginación para concluir qué sería hoy el mundo con Trump en la presidencia.
Según los griegos, la aristocracia era el gobierno de los mejores. El capital humano, económico, técnico del que disponía cada persona se ponía al servicio de conseguir lo mejor para todos. No era su beneficio personal lo prioritario, al contrario. El equilibrio de poder derivado de la Paz de Westfalia se consolidó como un marco político basado en la contención. Era el gobierno de unos pocos que conseguían y cedían la función de la fuerza en relación a las contrapartes.
En 1914 se pasó del conflicto de los gobiernos y las élites a los conflictos directos de los políticos y pueblos. Se derramó sangre. La meritocracia de los mejores es poner, al servicio de todos, la acción pública para conseguir los fines marcados, pero algo falla cuando hay conflicto y falta de reconocimiento entre unos y otros, lo que se expresa hoy de múltiples formas. Ésta es otra característica de nuestro tiempo: la desconfianza. La institucionalidad de la mentira.
Entonces, las preguntas eran: ¿qué es esencial para la seguridad nacional?; ¿qué es necesario para una pacífica coexistencia en la seguridad internacional? Siempre lo mismo: la necesidad de equilibrio. La humanidad ha vivido con un permanente equilibrio entre la fuerza y la legitimidad. Son equilibrios complejos y frágiles que deben mantenerse a partir de fuerzas en confrontación equilibradas y cambiantes.
Es la primera vez en 250 años que EEUU debe convivir con un poder económico y militar confrontado y similar al suyo –la URSS nunca lo fue, sólo contaba la disuasión nuclear–. Pero no existe alternativa. Es esto con lo que todos los pueblos del mundo deben aprender a vivir, en una nueva e igualitaria multilateralidad.
El riesgo de conflicto nuclear mundial es una realidad, pero más lejana de lo que podría parecer, porque todo el mundo sabe que por ese camino se va a la destrucción absoluta. Nadie querrá ser responsable. Es una pendiente que conduce a la destrucción. Todo el mundo lo evitará antes de pasar al escalón ulterior, por más que las consecuencias del conflicto convencional tengan límites dolorosos y humillantes. Ya le está pasando a Rusia con la guerra en Ucrania.
Friedrich Engels dijo que el gobierno de las personas sería sustituido por la administración de las cosas. La grandeza de la historia reside en rehusar a abdicar a cuestiones impersonales y tendenciales sin autoría identificada y razón justificada. La frase de Engels es de una renuncia y un pesimismo absolutos. Llegados aquí, ¿cuál es el escalón que viene después? El liderazgo se deriva del choque de lo intangible y lo maleable. Los estoicos dijeron que no podemos dominar las fuerzas exteriores, pero sí podemos elegir cómo respondemos. Ésta es nuestra libertad.
Distinguir entre lo tendencial y concreto es clave para saber qué hacer y evitar el abandono y la falta de reacción. El problema de los liderazgos populistas es el vacío que está detrás. El problema y el peligro es que el populismo requiere permanentemente ideas “originales y disruptivas” que a veces han traído consecuencias trágicas.
Frente a los grandes principios deben existir las acciones de cada día, que son las que justifican los liderazgos porque dirigen las acciones en un sentido determinado. El liderazgo es hacer, hacer bien, más que pensar.
ARA