Septiembre del 2023, un Parlamento del sur de Europa celebra un debate muy tenso para la elección del primer ministro y en el curso de la discusión, referida a la situación general del país, apenas se habla de la inmigración. Nadie exclama desde su escaño: “¡Nos están invadiendo!”. Nadie intenta persuadir a los demás diputados que está en marcha una oscura maniobra, financiada por la Fundación Soros y otras entidades del globalismo, para proceder a la sustitución étnica de la población española. Nadie, ni siquiera el partido de la extrema derecha, pugna por situar la inmigración en el centro del debate, que gira sobre la unidad de España.
Lo explicas en Grecia y en Italia y pondrán los ojos como platos, puesto que la dramática llegada de miles y miles de personas a sus costas se ha convertido en motivo de gran agitación política. Un tema obsesivo. Muchos políticos griegos e italianos pugnan entre sí para aparecer como los más agresivos ante un fenómeno muy difícil de gestionar. Los gobiernos de ambos países han endurecido las normas de acogida y piden que los demás países de la Unión Europea se corresponsabilicen de un problema que no puede afrontar en solitario. En España no estamos hoy en esa casilla. Lo explicas en Bruselas y se sorprenderán. Lo explicas en Portugal y seguramente lo entenderán, puesto que en el vecino país ocurre algo similar.
Efectivamente, en la fallida investidura de Alberto Núñez Feijóo apenas se ha hablado de la inmigración. Mientras en el Congreso se debatía acaloradamente sobre una posible amnistía para el movimiento independentista catalán, en Bruselas tenían lugar duras negociaciones sobre la reforma del sistema de asilo y acogida en la UE. Finalmente no ha habido acuerdo, por bloqueo de Italia. Un texto negociado por la presidencia española había conseguido el apoyo alemán pero fue paralizado en el último minuto por los italianos. El papel de las oenegés en las crisis migratorias enfrenta a alemanes e italianos. Seguramente habrá acuerdo en las próximas semanas y España será parte fundamental del mismo.
Mientras miles de personas coreaban la semana pasada en Madrid la consigna “¡Puigdemont a prisión!”, el canciller federal alemán Olaf Scholz pedía explicaciones al Gobierno de Polonia por la venta ilegal de 250.000 visados de trabajo en la zona Schengen, que se habría llevado a cabo con la complicidad de funcionarios consulares polacos. Se trata de un escándalo que puede influir en las elecciones legislativas previstas para el próximo 15 de octubre en Polonia. Desde Varsovia han respondido a Berlín acusándoles de querer entrometerse en su proceso electoral. Y el gobierno federal alemán ha replicado con un refuerzo de los controles policiales en las fronteras con Polonia y la República Checa. La inmigración irregular también vuelve a ser objeto de viva discusión social en Alemania en un momento en que el partido de la extrema derecha Alternativa por Alemania aparece en segunda posición en casi todas las encuestas y está a punto de iniciarse un ciclo de elecciones regionales.
Mientras Pedro Sánchez encargaba al diputado vallisoletano Óscar Puente que fuese el orador sorpresa del Partido Socialista en el debate de investidura, en Italia tenían lugar agitadas discusiones en el Gobierno de coalición de las tres derechas sobre la posición a adoptar ante el colapso de la isla de Lampedusa, por la acumulación de refugiados e inmigrantes procedentes de las costas de Libia y Túnez. Giorgia Meloni llegó al poder hace ahora un año prometiendo mano dura con la inmigración irregular y ahora contempla con desesperación como el problema se ha agravado. Lo recuerdo bien puesto que estuve siguiendo aquellas elecciones desde Milán y Florencia. Meloni llegó al poder con un vendaval de palabras altisonantes. Un año después se mantiene en cabeza en los sondeos, pero ha empezado el desgaste. No hay soluciones fáciles para los problemas complejos.
En Libia el estado se halla prácticamente destruido doce años después de la caída del régimen del coronel Gadafi, derrumbe sistémico que Italia no deseaba y que fue acelerado por voluntad expresa de los gobiernos de Francia, Reino Unido y Estados Unidos. Túnez se halla al borde de la bancarrota y el presidente Kais Saied usa el control de sus costas como mecanismo de presión sobre Europa, toda vez que no quiere aceptar un crédito del Fondo Monetario Internacional que le obligue a recortar las subvenciones estatales a la gasolina y el pan, medidas que podrían provocar una sublevación popular. La presión tunecina recae principalmente sobre Italia.
“España es un curioso país en el que las constantes discusiones territoriales se dramatizan mucho, pero a la vez absorben energías que podrían provocar otras tensiones, seguramente más amargas”, me dijo en una ocasión el diplomático Jérôme Bonnafont, embajador de Francia en España entre 2012 y 2015. Creo que tenía razón. En su despacho, Bonnafont tenía un mapa de España con las comunidades autónomas perfectamente delimitadas. Ese mapa lo ha heredado el actual embajador, Jean-Michel Casa. La cuestión territorial es un agujero negro que absorbe mucha energía en España. Lo estamos viendo estos días. El peso de Catalunya en la política española atrae pasiones y malhumores a chorro, borrando de la agenda una cuestión tan candente en toda Europa como son las reglas y mecanismos de acogida o de rechazo a las personas que llegan en busca de una vida mejor, en muchos casos arriesgando sus vidas y su escaso patrimonio.
Pero no nos hagamos ilusiones. Si los desembarcos tuviesen hoy en España la misma intensidad que en Italia o Grecia, la situación sería otra. Entonces se debatiría al mismo tiempo sobre la ruptura de España y sobre la invasión de España. Los acuerdos con Marruecos indudablemente tienen que ver con la moderación de la llegada de inmigrantes. El Ministerio del Interior publica un boletín de datos quincenales. En lo que va de año, la inmigración irregular, por vía terrestre y marítima, solo se ha incrementado en un 3.3%. Han disminuido en un 61% las llegadas por vía terrestre a Ceuta y Melilla y se observa un ligero descenso estadístico en Canarias, pese a los desembarcos de este verano. Crece en un 10% la ruta que conduce a la costa mediterránea y Baleares, con origen en Argelia. Son datos significativos, pero no son los números de Italia donde los desembarcos se han multiplicado por tres desde que gobierna Giorgia Meloni. Ella no tiene la culpa, evidentemente. La situación en Libia y Túnez es muy complicada.
En España, los acuerdos con Marruecos, discutidos y discutibles en algunos de sus aspectos, se ven reflejados hoy en las estadísticas de migración. ¿Problema resuelto? No. La relación entre España y Marruecos seguirá siendo muy compleja en los próximos años, pero en Italia hoy pagarían por tener al otro lado de las costas de Sicilia a un país con la estabilidad interna de Marruecos.
LA VANGUARDIA