El tapón de España

La desorientación que arrastra al movimiento independentista, sin una estrategia clara y mayoritariamente asumida de emancipación nacional, ha comportado un repliegue social evidente en lo que se refiere a las manifestaciones públicas y masivas de apoyo a la causa, en contraste con lo que sucedía años atrás. Hay mucha menos gente en las calles, menos expresiones públicas de estética independentista y menos ambiente civil de esta orientación, lejos de aquel tiempo en que el amarillo de la causa se convertía en el icono colectivo de un proyecto nacional. Y no diría que, en general, pueda confundirse el retroceso en el apoyo electoral a los partidos que se reclaman independentistas con un retroceso mecánico en la identificación con la idea de una nación catalana libre e independiente, ya que simplemente, mucha gente se ha quedado en casa sin renunciar a las ideas, a la espera de tiempos mejores. Porque lo cierto es que los diversos motivos por los que un pueblo como el catalán aspira a no depender de las estructuras estatales de otro pueblo siguen más vivos, más vigentes y más actuales que nunca.

De entrada, si a lo largo de la historia y hasta nuestros días hay naciones que quieren ser libres de la tutela de otras naciones es, precisamente, porque son y se sienten diferentes de éstas, de cuyo Estado dependen. Si no existiera esa conciencia nacional y ese sentimiento de diferencia nacional, que no implica superioridad, pero tampoco inferioridad de cualquier tipo, no existiría la pluralidad nacional que existe hoy en el mundo. Una diversidad que, en nuestro contexto europeo, se expresa con lenguas y culturas distintas, una tradición democrática característica y unas formas de vida y unos estándares de bienestar que no se manifiestan de forma idéntica en todo el ámbito occidental. En Europa, sin lugar a dudas, la lengua y cultura singulares son el elemento más visible de la identidad nacional de cualquier pueblo. En este sentido, el idioma no sólo es un medio de comunicación para que se entiendan quienes lo hablan. Representa también una determinada visión del mundo en comparación con el de los vecinos, ya que, por poner un ejemplo, no da igual celebrar el “cap d’any” o “il capo de anno”, que el “fin de año” o la “fin de l’année”. Un idioma, pues, es portador de cultura y tiene una carga significativa que explica muy bien los rasgos comunes compartidos por sus hablantes, como resultado de una herencia acumulada, modificada, renovada durante siglos por los usuarios de la comunidad lingüística, los cuales identifican y distinguen a todos los demás, de la misma manera que éstos son también distintos de él y son portadores de otras visiones del mundo y de otras culturas.

España, de cuyo Estado forman parte, actualmente, la mayor parte de territorios de los Países Catalanes, ha sido siempre, a lo largo de los siglos, totalmente incompatible con el respeto a cualquier diversidad (nacional, cultural, lingüística, religiosa, etc.) que no coincida con la suya: nación española, lengua española, religión católica, etc. Y la constitución de 1978 es la máxima expresión legal de esa concepción del Estado, uninacional y monolingüe, el marco jurídico que lo determina todo. Por este motivo, España nunca ha asumido honestamente como propia la cultura catalana, como parte consciente de su patrimonio, sino que, empezando por la lengua, no sólo la mayoría de su sociedad rechaza su uso normalizado en todos los ámbitos al igual que el español, sino que les contraría, les molesta, les incomoda algo de no decir, su simple existencia. Un simple vistazo a la historia, hasta la actualidad, demuestra cómo en vez de promover el uso del catalán por todas partes y exhibirlo con orgullo, lo persigue sutilmente o de forma descarada, lo menosprecia, lo ignora y lo minoriza tanto como puede. Las reglas de juego discriminatorias establecidas por la constitución y el régimen del 78 han impedido el uso del catalán en las Cortes españolas en igualdad de condiciones con el español y también en la Unión Europea, donde todo se habría resuelto si, desde el primer momento, España hubiera puesto en la defensa del catalán el mismo interés y firmeza invertidos en el uso del español. Los pasos que se dan ahora para corregir esta discriminación no son el resultado de ningún convencimiento sincero, porque ya lo habría hecho antes, sino la necesidad que tiene el PSOE de aceptar ciertas medidas, a regañadientes, para seguir gobernando el Estado. Y, en caso de cambio de gobierno, la situación se revertiría seguro. Asimismo, en el País Valenciano y en las Islas Baleares, el PP y Vox, sin reparos, vuelven a situar el catalán en un ámbito residual, lo eliminan como requisito en todas partes, lo expulsan de la estructura de gobierno y promueven su secesionismo lingüístico, imponiendo al español en todos los ámbitos, sobre todo en aquellos pocos donde la lengua había ido haciendo avances, como la escuela o la administración autónoma. La independencia nacional, pues, aparece como el único instrumento con capacidad para asegurar el futuro del idioma y garantizar su continuidad en condiciones de normalidad de uso, sin represiones, limitaciones, ni sufrimientos cotidianos, lejos de la dependencia lingüística y cultural de España, tal como ahora.

La tradición industrial del país arranca, históricamente, de la cuenca del Llobregat, Alcoi e Inca y no es el resultado de proceso de última hora alguno. La economía catalana, además, se articula mediante decenas de miles de empresas pequeñas y medianas y se beneficia también del turismo como fenómeno que, sin embargo, comienza a requerir medidas de ordenación. Se trata de una economía dinámica, abierta y muy exportadora, resultado del esfuerzo secular de la sociedad catalana y no del trato de favor de ningún gobierno. Justamente, el gobierno de España, Estado con una imagen exterior a menudo muy deplorable por motivos democráticos y culturales, castiga a nuestro país con el incumplimiento regular de inversiones presupuestadas, el mantenimiento de deficiencias graves en el ámbito de las infraestructuras, una dejadez absoluta en la mejora y modernización de la red de cercanías y una mentalidad totalmente centralista, con un diseño del transporte pensado sólo para ir y venir de Madrid, pero no para comunicarnos entre nosotros, al más puro estilo colonial, por más que estemos en el primer mundo y en Europa. Además, tras el concepto demagógico de “solidaridad” se esconde un déficit fiscal escandaloso, un verdadero saqueo en los bolsillos de los catalanes, da igual el lugar donde hayan nacido o la lengua que hablen, que es un obstáculo para atender a las necesidades básicas del bienestar de la gente, mientras en otros lugares, beneficiados de este esfuerzo catalán se permiten el lujo de bajar impuestos o bien mantener planes de empleo sin trabajar, olvidando que aquí tenemos también comarcas deprimidas que necesitan medidas urgentes de reavivamiento y atención.

Como si esto no fuera suficiente, la mayoría de leyes progresistas en materia social aprobadas por el Parlament de Catalunya para hacer frente al impacto negativo de la dependencia de España han sido recurridas por el gobierno español de turno, ahora nacionalsocialista ahora socialnacionalista, y, por tanto, no se han podido aplicar. Urgencias como la vivienda, las políticas de género, los trenes de cercanías, el cambio climático, la fiscalidad, la política laboral de acuerdo con nuestra realidad económica o las prestaciones sociales necesarias en una sociedad envejecida como la nuestra, con un índice elevado de inmigración no comunitaria, no podrán empezar a encontrar soluciones efectivas si continúa la situación actual de dependencia política y económica de España. El futuro requiere más inversión pública en investigación, apoyo a la innovación, igualdad de oportunidades y unas condiciones básicas de calidad de vida material, con especial atención a los sectores sociales más desfavorecidos, medidas que no serán posibles si no tenemos un Estado propio, el instrumento de progreso imprescindible para fijar nosotros nuestras prioridades nacionales y defender nuestros intereses como país, que no son los de España, gestionando soberanamente nuestros recursos e infraestructuras estratégicas como aeropuertos y puertos.

La democracia tiene también un perfil nacional en cada lugar, puesto que, pongamos por caso, no es exactamente igual la democracia suiza, con la práctica regular de referendos, que el uso extraordinario de éstos en la mayoría de países, la existencia de circunscripciones o distritos electorales unipersonales, la segunda vuelta electoral con simplificación de candidaturas, la elección presidencial directa por los electores y no por los diputados, la bonificación a la lista más votada, candidaturas abiertas o no, o bien el mantenimiento o la supresión de la jornada de reflexión, entre otras modalidades. Ninguna de estas medidas de prácticas democráticas revitalizadoras nos las podemos ni siquiera plantear formando parte de España como ahora, ni las habríamos podido abordar en caso de que, en Cataluña, hubiésemos dispuesto de una ley electoral propia. La democracia, en España, no se basa en la defensa de los derechos y libertades fundamentales, sino en el principio incuestionable, sagrado, inamovible, de la integridad territorial del Estado, es decir, de la unidad de España. Es este principio el que impera en las leyes, en los juzgados y en la opinión pública. Se trata, pues, de una democracia de baja intensidad y mala calidad, con expresiones de arrogancia nacional supremacista, chulería lingüística y prácticas corruptas, condicionada por un valor político superior al de la libertad de opinión, un obstáculo insalvable para la expresión de los derechos individuales de los ciudadanos y colectivos de los pueblos. Y así será siempre, ya que la mayoría numérica española en Las Cortes impedirá cualquier otra visión distinta de la democracia que no se fundamente en la integridad del Estado.

España es un negocio con sede central en Madrid, del que se benefician tradicionalmente unas élites con ramificaciones sucursales en todo el territorio estatal, que con el nacionalismo español como elemento cohesionador mantiene los privilegios de una minoría y el subdesarrollo económico y cultural de ciertas regiones forzadas históricamente a la emigración, sobre todo hacia los Països Catalans. Un nacionalismo aplaudido y compartido y un negocio del que saca rédito el meollo del Estado: monarquía, partidos políticos y sindicatos estatales, alto funcionariado civil, militar, judicial y policial, Conferencia Episcopal, medios de comunicación, toreros, folclóricas, cantantes, actores, actrices y demás personajes lumpenmediáticos. Para nosotros, España es un tapón que nos chupa permanentemente todo lo que puede y que nos impide vivir la plenitud de la identidad, el bienestar y la libertad. Por eso necesitamos hacer saltar el tapón por los aires porque nos jugamos nuestra continuidad como pueblo. Necesitamos ahora más que nunca nuestro propio Estado: la independencia nacional.

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