Es inquietante el clima de opinión resignado que se va creando en torno al marco represivo que se aplica no sólo al independentismo, sino al conjunto de la nación. Como lo es también la aceptación pasiva de la depredación fiscal, de la mal disimulada voluntad de genocidio lingüístico y, en definitiva, de la reducción de la autonomía política a una mera delegación regional del poder central. Dicho de otro modo, alarma de que se vaya diluyendo la conciencia nacional y, por tanto, la futura posibilidad de reclamar, alcanzar y ejercer la soberanía política necesaria para tener el país radicalmente democrático, próspero y justo que podríamos ser y que muchos quisiéramos y habíamos imaginado.
El caso es que hemos entrado en un proceso, pero ahora de normalización del marco de dependencia española, de rasgos claramente coloniales. Un proceso de blanqueo del abuso judicial, de engaño sobre el abandono de las infraestructuras necesarias para nuestra supervivencia económica y de minimización y menoscabo de la gravedad de las vulneraciones de derechos políticos elementales: el espionaje, la falsificación de pruebas judiciales, las investigaciones prospectivas… Estoy hablando de un clima de opinión donde se imponen y triunfan los relatos del “no hay ninguna alternativa al statu quo”, del “hay que volver a la normalidad”, del “ya se ha terminado aquella locura”, del “independentismo ha hecho mucho daño a la economía y a la convivencia” o del “hay que respetar la ley, no se puede desobedecer y, además, ya estaban avisados”.
Lo que más escamna de este clima de opinión, fabricado con mucha inteligencia y difundido con tesón y soportes impensables hasta hace cuatro días, es hasta qué punto se asemeja al ambiente de tolerancia generalizado con el régimen franquista que conocimos a quienes ya tenemos cierta edad. Obviamente, no estoy comparando el régimen franquista con el actual. Lo que estoy comparando es el estado de indiferencia y acomodación que entonces adoptaba la mayoría de la ciudadanía, y que ahora también se extiende entre nosotros. Con una gran diferencia y no a favor, claro: en los años setenta, sólo había que esperar a que Franco muriera. Y ahora no existe ningún hecho disruptivo en perspectiva que anuncie el final biológico de la causa de la resignación.
La normalización del estado de cosas actual es resultado de la interiorización de un miedo que los tribunales no paran de alimentar. También del descrédito del proceso independentista, bien sea por la vía de injuriar a los líderes –“No hay exiliados, hay fugados de la justicia”–, de escarnecer a sus seguidores –“Fuisteis una pandilla de bobos que os dejasteis engañar”– o de criminalizar el activismo, como los CDR ahora a juicio acusados de terrorismo. Falta poco para premiar con el próximo govern a los cómplices de la suspensión de nuestras instituciones democráticas, a los avalistas de la represión o a quienes niegan la persecución del independentismo democrático.
Quizás sí que se trata de algo que va más allá de nuestras circunstancias particulares y que refleja una nueva componente generacional. Joseph d’Anvers (1), músico y escritor francés, afirmaba en una reciente entrevista en ‘Marianne’ que su generación era la primera que pensaba que no valía la pena combatir el sistema. Quizás el proceso independentista fue la última expresión de una generación anterior –la que más se movilizaba, por cierto– que sí pensábamos que era posible combatir un sistema que quería aniquilarnos nacionalmente.
Por todo ello, para este artículo he recurrido al título de la reconocida obra de teatro de Josep Maria Benet i Jornet (2), estrenada en 1964, y que reflejaba aquel ambiente de miseria y falta de expectativas de los peores años del franquismo. Y, pese a las diferencias, me inquieta el aire que actualmente se respira, ahora en relación con ese autonomismo que pensábamos superado. Es el aire de un viejo, conocido olor.
(1) https://fr.wikipedia.org/wiki/Joseph_d%27Anvers
ARA