El regreso de Jordi Pujol

Estos días vuelve a hablarse de Jordi Pujol. En realidad, nunca se había dejado de hablar de él, pero ahora el tono menos ácido, más indulgente, indica que se acerca el final de la penitencia y la readmisión a la hagiografía del catalanismo. Todavía hay alguna resistencia de quienes lo quieren en una hornacina, no de santidad sino de envilecimiento. Los catalanes, que nunca van sobrados de héroes, son adictos a romper pies de barro, pues el país es iconoclasta por naturaleza. Pero una cultura sin héroes tampoco puede ser fértil en antihéroes. Dado que el escepticismo sólo admite medianías, a los catalanes no les es dado admirar ni desestimar con virulencia. Para apasionarse necesitan estímulos externos.

Ocurre con el independentismo y ocurre con el caso Pujol. No era ningún secreto que CiU, como otros partidos, se financiaba irregularmente; que los ayuntamientos recalificaban el suelo a conveniencia de las empresas; que las concesiones de obra generaban trapicheos contables, que las subvenciones compraban voluntades. Pero nada de eso afectó a la autoridad de Pujol hasta que el régimen, alarmado por la ola independentista, abatió su puntal, creyendo que caería toda la carpa.

Es así como la identificación de Pujol con Cataluña acabó convirtiéndole en letal, pues el Estado creyó que, desacreditado Pujol, Cataluña se arrodillaría, avergonzada de haberle admirado. El diario El Mundo pregonaba sin tapujos esta intención en un artículo del periodista Àlex Sàlmon publicado el once de febrero de 2016. “Cuando se juzgue a los Pujol se juzgará más de 35 años de Cataluña. Pujol ha sido quien ha inspirado no sólo la política catalana durante este tiempo, sino el sentido equivocado de país que tiene Cataluña”. Y este periodista barcelonés concluía, triunfante: “Ahora ese relato aniquilador e imposible de contrarrestar ha quedado anulado. De nada sirve dar explicaciones de su famoso legado ni del dinero acumulado”.

Con la última frase, el articulista enseñaba las cartas. Lo que menos importaba era saber de dónde procedía el dinero de Pujol; el objetivo era anular el relato “aniquilador” del pueblo catalán, que según Sálmon no se había podido “tocar” de ninguna otra manera. Por eso el Estado había tenido que bajar a las cloacas y emprender la guerra sucia. Y era precisamente ‘El Mundo’ cuando el 17 de noviembre de 2012, apenas dos meses después del histórico Día independentista, iniciaba las hostilidades divulgando un informe policial según el cual los Pujol tenían 137 millones en una cuenta en Ginebra. Otros rotativos y digitales de la misma estofa reproducían la noticia, cuya falsedad obligó al Ministerio de Interior a desmentirla cuando ya había producido el efecto deseado. ‘El Mundo’ volvió el 7 de julio de 2014, revelando ingresos por valor de 3,4 millones de euros en cuentas de la esposa y los hijos de Jordi Pujol en la Banca Privada de Andorra, que, por haberse resistido a levantar el secreto bancario, sería llevada a la quiebra en otro oscuro capítulo de la guerra sucia contra Cataluña.

Descartada la patética explicación del legado del abuelo Florenci tras las declaraciones de Francesc Cabana, la cuestión del origen del dinero pasó a segundo plano. De hecho, permanece irresuelta. Y si el Estado no ha podido averiguar su origen, entonces no hay ‘corpus delicti’ en la acusación de corrupción. Pero, como explicaba Sálmon diáfanamente, lo que menos importaba era el origen del dinero. Sin embargo, era de corrupción de lo que el Estado y la ‘vox populi’ inculpaban a Pujol. Y eso muy pronto, pues el asunto de Banca Catalana ya había sido un intento de hundirlo desde la primera legislatura. Pero no es de la inocencia o culpabilidad del expresident de lo que me interesa opinar. No me he contado entre los decepcionados, porque nunca le había votado, tampoco he tenido necesidad alguna de rendir cuentas. Quizá sea por no haberle admirado cuando parecía inviolable por lo que no he tenido que perderle el respeto cuando todo el mundo ha hecho leña del mismo.

En realidad, lo que me interesa de todo ello es el éxtasis y la estupefacción de quienes le idolatraban y han acabado tratándolo como un apestado. Para explicarme gráficamente: no creo que a Pujol se le pudiera hacer un cartel como el de Richard Nixon mirando salpicaduras y con la pregunta de si alguien compraría un coche de segunda mano a ese hombre. Entre otras razones, porque no fue Pujol quien mandó instalar micrófonos ocultos para perjudicar a los adversarios, sino que fue el ministro de Interior quien ordenó el caso Camarga contra él y su entorno.

Si alguna comunidad de perfil tienen Pujol y Nixon, aparte el descrédito sobrevenido, es haber encarnado el carisma. Esta aplicación política de un término religioso se la debemos a Max Weber, que la definía como la capacidad de secularizar las creencias trascendentales de una sociedad y dirigirlas hacia objetivos intramundanos. Atendiendo a esta definición, Pujol habría aprovechado el trasfondo católico de la sociedad catalana para derivar su fe en su misión nacional. Weber vinculaba la figura carismática a épocas de crisis, cuando la gente inviste a alguien con el aura de una capacidad extraordinaria para resolver conflictos que nadie más sabría tratar. De acuerdo con esa idea, el político carismático posee un poder hipnótico sobre las masas. Thomas Mann describió magistralmente este imperio sobre la voluntad en la narración ‘Mario y el mago’, en clara alusión al régimen de Mussolini. Pero importa precisar que carisma no equivale a dictadura, pues si Mussolini la tenía y de Hitler se ha dicho que desprendía un magnetismo irresistible, a pocos dictadores le ha eso faltado tanto como a Franco. La justificación “racional” de la dictadura por Donoso Cortés en su discurso en el congreso español de 1849 inspiró a juristas de la talla de Carl Schmitt y dejó una huella duradera en la política española. Pero el carisma es otra cosa y por mucho que pueda levantar pasiones y arrastrar a las masas a aventuras peligrosas, también puede ser una facultad banalizadora. Lo explicó el sociólogo Richard Sennett en ‘La caída del hombre público’, título que, pese a parecer inspirado en la desdicha de Jordi Pujol, se refería a la desaparición del espacio que a Pujol le gustaba considerar específico de la sociedad civil.

Para Sennett el carisma ya no es la turbulencia emocional temida por Weber. Según la idea que él tiene, el carisma contemporáneo es una mampara para encubrir los resortes del poder y asegurar sus rutinas. De esta forma el debate deja de girar en torno a las políticas y se centra en las motivaciones de los políticos. Para Sennett, el carisma es una manera racional de encarar la política en una cultura gobernada por la inmediatez y el empirismo –por el poner los pies en la tierra– y contraria a todo lo que no se puede conocer directamente. Convence porque los sentimientos de un político pueden palparse y nos los comunica obscenamente. Por el contrario, las consecuencias futuras de sus decisiones no están al alcance de la mano. Con esta lógica, exacerbada por los medios audiovisuales, la política se ha convertido en un espectáculo de gestos, porque los gestos reiterados se convierten en familiares e inspiran confianza.

El hito insuperado de Pujol fue convertirse en un elemento omnipresente del paisaje. Ayudó una buena memoria auxiliada por una gran osadía y notables dotes para tratar a todo el mundo como un conocido de toda la vida. Una vez que coincidimos en un acto en Barcelona y le hice recordar que ya nos habíamos saludado en otra ocasión, sin vacilar me espetó si había estado en Santa Coloma, donde nunca he puesto los pies. No, en Berkeley, le dije, y luego en Chicago. Y él, escurridizo como un hurón: “A Chicago fui con mi hijo”. Su mítica memoria tenía mucha audacia. A mi mujer, otra vez, le preguntó: “¿De dónde me ha dicho que era usted?” Que evidentemente no se lo había dicho. Como si tuviera la necesidad de situar a la gente en el mapa del país, al que superponía su persona, recordando masías y colinas a la gente de los pueblos que visitaba y demostrando su compenetración con la orografía patria escalando el Tagamanent a los noventa años, lo que nunca se les pasaría por la cabeza a unos rivales que ni tienen su talla ni son capaces de abarcar el país no ya con las piernas sino con la imaginación.

A estos efectismos ahora los llaman populismo, aunque históricamente éste había sido un fenómeno de la izquierda y Pujol ha sido considerado un político de derechas. Sea como fuere, el pujolismo, apostando fuerte por el régimen autonómico, inmovilizó el independentismo en los porcentajes minoritarios de antes de 2010. Y mientras mantenía encendida la llama del catalanismo, garantizaba la gobernabilidad del Estado. A los españoles que le acusaban de victimismo no les faltaba razón, porque la reivindicación formaba parte del equilibrio, pero tampoco le faltaba a Vázquez Montalbán cuando decía que nada peor que sufrir manía persecutoria y ser realmente perseguido. En el victimismo, Pujol encontró un filón inagotable, que sus imitadores de ahora tratan de explotar con poca habilidad. Motivos para el victimismo los había y los hay, pero el político que hace del mismo el combustible de su carrera se expone a que se le vuelva en contra. Como veía Sennett, cuanto más poder y mayor influencia acumula este tipo de político, más difícil se le hace de retener a sus votantes, porque llega un momento en que lo perciben como parte del sistema. Después de las primeras legislaturas, la gente empezó a ver a Pujol como el amigo de Juan Carlos, coautor del bipartidismo del régimen y garante de la tranquilidad en el oasis catalán.

Cuando un político procedente de la resistencia se convierte en un puntal del sistema, sólo puede salvar el crédito cultivando el carisma. De este modo, dice Sennett, la aparente indignación con el sistema se manifiesta en impulsos y motivaciones personales y no en lo que el político haga en el cargo. Es un éxito político de primer orden que pocos años después de que las cloacas del Estado le despojaran de su carisma, Pujol haya reconducido su caso al terreno de las convicciones. Que, insistiendo en su imperturbable fe en el pueblo catalán mientras atravesaba el desierto del desprestigio como una figura trágica, haya hecho olvidar el sentido real de su política. El éxito consiste en que, sin haber enviado nunca ninguna de las diez plagas sobre Egipto, finalmente pueda esperar con confiada serenidad entrar como Moisés en la tierra prometida con todos los honores de un precursor.

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