En diciembre de 1975, pocas semanas después de la muerte del general Franco , el líder comunista chino Mao Zedong aconsejó vivamente al presidente de Estados Unidos, Gerald Ford, que facilitase una rápida integración de España en el Mercado Común para prevenir el expansionismo soviético en el sur de Europa. Si lo llegan a saber los jóvenes españoles que en aquella época se declaraban maoístas y escuchaban las inflamadas emisiones en castellano de Radio Tirana, les habría dado un síncope. Afortunadamente, pocas veces conocemos en tiempo real las claves más interesantes de nuestro tiempo. Podríamos enloquecer.
Las actas de aquella entrevista están desclasificadas. Después de llegar a la presidencia como consecuencia de la dimisión de Richard Nixon por el caso Watergate, Ford reemprendía la ofensiva diplomática iniciada en 1972 para asegurarse una duradera ruptura de las relaciones amistosas entre la República Popular China y la Unión Soviética, siguiendo las orientaciones de Halford John Mackinder , el geógrafo británico que a principios del siglo XX había vaticinado que la potencia que obtuviese el control de la gran plataforma continental euroasiática podría llegar a dominar el mundo.
Diciembre de 1975. Tras la derrota en Vietnam, la dimisión de Nixon y la crisis industrial derivada del encarecimiento del precio del petróleo, la moral de Estados Unidos estaba por los suelos. La URSS no estaba mucho mejor. El gasto militar ahogaba su economía y la errática apertura del ucraniano Nikita Kruschev tras la muerte de Stalin había sido clausurada por la nomenclatura de Leonid Brézhnev . Había urgencia en Washington para reforzar la cuña divisoria entre Pekín y Moscú.
Mao estaba muy mayor –moriría al año siguiente–, pero aún discernía y mantenía a su lado al incombustible número dos, Zhou Enlai , el príncipe culto del Partido Comunista Chino, hijo de una familia de funcionarios imperiales. Ford le expresó a Mao su preocupación por el sur de Europa. Los comunistas italianos estaban pisando los talones a la Democracia Cristiana; en Grecia había caído la dictadura de los coroneles, el mariscal Tito podía morir cualquier día en Yugoslavia sin que estuviese clara la sucesión, y en otoño de 1975, poco antes de la muerte del general Franco en España, Portugal había estado a cinco minutos de la guerra civil, tras un conato de enfrentamiento en Lisboa entre la fracción más izquierdista del Movimiento de las Fuerzas Armadas y las unidades militares controladas por los mandos moderados que defendían el regreso a los cuarteles después de haber provocado la caída de la dictadura salazarista en abril de 1974.
“Nos preocupa España, presidente Mao”, dijo Ford. El viejo líder chino recomendó un inmediato ingreso en el Mercado Común. ¿Por qué han esperado tanto?”, preguntó Mao. “No se daban las condiciones”, respondió el presidente norteamericano. “Claro, han estado ustedes apoyando a Franco”, le reprochó Mao. “Esperamos que con el nuevo rey, España sea más aceptable”, replicó Ford. Llegados a este punto, intervino el secretario de Estado, Henry Kissinger . “España necesita madurar”, sentenció. Y España maduró.
El enemigo de mi enemigo es mi amigo. El acercamiento norteamericano a Pekín gustó mucho en Occidente y el pintor Andy Warhol , apóstol de la posmodernidad, convirtió a Mao en un ídolo pop. Lo mejor aún estaba por venir.
A la muerte de Mao, no tardó en emerger Deng Xiaoping , un dirigente caído en desgracia, bajo la acusación de “derechista”, al que Zhou Enlai había protegido de las iras de la revolución cultural. Los caminos de la URSS y China se separarían aún más. Mientras los soviéticos quedaban agarrotados por la gerontocracia y el gasto militar, una nueva generación de ecónomos chinos planificaba la reintroducción de la propiedad privada bajo el control del Partido Comunista. Cuando Mijaíl Gorbachov visitó Pekín en 1989, defendiendo la urgencia de las reformas políticas en la URSS antes de tocar la economía, Deng dijo a los suyos: “Es un imbécil”.
Y pasó lo que pasó. La URSS se hundió y China se convirtió en la gran fábrica del mundo, deslocalizando miles de industrias en todo el planeta, ante el entusiasmo de las clases dirigentes occidentales. El disciplinado ejército industrial chino ayudaba a bajar los salarios en Occidente y generaba un mercado muy prometedor. En la primera década del siglo XXI estaba mal visto criticar a China. Lo mejor aún estaba por llegar. Una gigantesca acumulación de capital permitió al Partido Comunista Chino planificar el desarrollo tecnológico del país en la segunda década del nuevo siglo. Formaron a decenas de miles de ingenieros, crearon empresas punteras y hoy están en condiciones de disputar la hegemonía de Estados Unidos en el despliegue de la inteligencia artificial y las redes digitales de alta prestación; esto es, la primacía en la nueva civilización. La batalla es descomunal y en la cultura popular de Occidente regresa ahora el “peligro amarillo”, sobre el que tanto se escribió durante la guerra de Corea. Vuelven los tiempos del maléfico Fu Manchú , el gran malvado de los tebeos de los años treinta (ecos de la rebelión de los Boxers y de las guerras del Opio contra el Imperio Británico), personaje que llegó al cine en los años cincuenta y sesenta, después del triunfo de la revolución comunista en China.
Siempre atento al tablero, el Vaticano acaba de ofrecer a China el establecimiento de relaciones diplomáticas y el limosnero del Papa ha enviado un cargamento de 700.000 mascarillas a Pekín.
Si conociésemos en tiempo real las claves de todo lo importante que ocurre, enloqueceríamos. Algún día sabremos cuál ha sido el orden de los diversos factores que han empujado a la suspensión del MWC de Barcelona, escaparate de la tecnología china en el mundo.
LAVANGUARDIA