Una parte selecta y alterada del independentismo en Cataluña ha llegado a la conclusión de que los dirigentes y los partidos que lideraron el denominado proceso les traicionaron. Algunos -quizás, muchos- no hacen distinciones. Descargan toda la ira que son capaces de supurar contra Junts, Esquerra y la CUP. Si acaso, más contra Junts, porque el discurso que hasta ahora ha apadrinado Carles Puigdemont les parece mucho más perverso que el de Oriol Junqueras. “Junqueras -afirman-, se ha rendido, como su partido. Ya no disimulan. No hablan ni de independencia ni de desobediencia por la brava. Se han reubicado en el autonomismo y no se esconden. No hace falta denunciarlos. Ellos sólo han quedado en evidencia. Por el contrario, Carles Puigdemont sigue engañando al electorado independentista. ¿Cuántas veces ha dicho que volvería a Cataluña si le votaban o ganaba las elecciones? La gente de Junts siguen hablando de independentismo exprés y de decisiones unilaterales que nunca tomarán”. Tampoco atacan ni al españolismo ni al Estado: “¿Para qué? Ya sabemos cómo son y qué hacen. El problema no es éste. El problema son los falsos independentistas, los farsantes”.
La enmienda a la totalidad, al ser exactamente total, afecta también a las asociaciones llamadas sociales que acompañaron a los partidos. De este modo, Òmnium y la Asamblea “han engañado” igualmente a la sociedad y ahora, como los partidos “procesistas”, molestan, deben ser apartados al margen y sustituidos. Peor aún, son el opio del pueblo. Porque mientras no sean descartados ocuparán un espacio, unos recursos y unas energías que sólo serían útiles en otras manos, más decididas y más audaces. Más honestas, a juicio de esta gente.
Si esto fuera todo y con esto fuera suficiente, no habría nada que reprocharles. No haría falta otra. La gallina de arriba caga a la de abajo. Y en este caso, la de abajo -la gente que se ha sentido ensuciada por la presunta traición de unos líderes y unos partidos o las alternativas que aspiran a sustituirlos- tiene todo el derecho del mundo a cuestionar las promesas incumplidas y las renuncias que considera evidentes de la de arriba.
Pero como esto no es suficiente y eso no es todo, los ataques y los insultos se multiplican con ira que reserva el derecho de admisión. A alguien -o a muchos- puede parecer truculento el ensañamiento contra unos líderes que han purgado unas decisiones que el Estado considera de lesa traición con la cárcel o el exilio. Insultar a cualquiera de los políticos que se han pasado años en prisión porque “se han vendido” barato por unos indultos o aquellos que no pueden volver a Cataluña porque fueron “cobardes” puede resultar para según qué sensibilidades civilizadas demasiado agrio y demasiado áspero. Los exabruptos descarnados -“botiflers”, “traidores”, “vendidos”, “ñordos”…- son crueles e injustos. Pedir a quien les insulta un poco de humildad o un pelo de humanidad es en vano. El avispero de las redes sociales no olvida ni perdona. ¿Cómo debe olvidar y perdonar según qué barbaridades? El discurso que pretende acompañar y justificar estos insultos a menudo es plano y laminado, y a veces se pierde en unos laberintos pretendidamente sofisticados que sólo conducen al absurdo o al cripticismo onanista.
Toda esta gente, que dicen reivindicar una Cataluña plena, libre, mejor y soberana, ¿se han parado a pensar por un momento qué Cataluña presentan y pretenden con esa ira? El objetivo del pasado ha quedado sustituido por los traidores del presente. La base ya no se amplía. Se reduce y se encaja a martillazos. Si, del independentismo, eliminan los “traidores” que se han “vendido” a España, si quitan los “ñordos” que sostienen la quinta columna, si apartan a los “botiflers” que brotan como las setas, ¿qué les queda? Ellos y ¿quién más? ¿Su independentismo cuánta gente reúne? ¿Será capaz de sumar alguna mayoría electoral o parlamentaria con un derecho de admisión tan reservado? Y si no busca las mayorías electorales, ¿se conforma sólo con el testimonialismo o con la denuncia ácida y eterna?
Hay mucha gente en Cataluña que votó independentismo y que se activó con un entusiasmo total profundamente defraudada ahora con el final aparente –más bien provisional– del denominado “proceso”. No entienden cómo, “si lo teníamos tan cerca”, el remate de quien tenía que dar el paso no lo dio. No aceptan el punto al que hemos llegado. No consideran disuasivas la fuerza y la represión del Estado. Creen que si los líderes políticos y sociales no hubiesen temblado, si hubieran llevado la situación hasta las últimas consecuencias, el Estado no habría sabido reaccionar y Cataluña ahora sería independiente. Afirman que la violencia policial o incluso militar española no habría ido tan lejos como los líderes políticos independentistas insinuaron. Pero también hay mucha gente que sopesa lo que ha pasado después y ha llegado a la conclusión de que, si los líderes independentistas hubiesen llegado hasta el final, las consecuencias habrían sido mucho más dramáticas. Por último, hay otra parte de toda esa gente -por ahora indeterminada, mientras no haya elecciones- que ya ha tenido bastante. Se ha alejado porque cree la independencia inviable, porque está harta y cansada, de tanta bronca, o sencillamente porque su compromiso era mucho más tibio.
Los antiprocesistas quisieran ganarse a toda esta gente: los críticos, los ingenuos, los cansados e incluso los indiferentes. Y la mejor manera que tienen de encender fuego nuevo es barrer las brasas viejas. Cuestión de energía. Obviamente tienen todo su derecho. Pero se les puede reprochar el tono, la baba corrosiva lanzada contra unos líderes y unos partidos que, en todo caso, llegaron a donde llegaron. Muchos de los que protestan y braman, a menudo resguardados en cuentas anónimas de las redes sociales, amplios de saliva y cortos de todo lo demás, ¿a dónde habrían llegado? ¿Por qué creer como una cuestión de fe en su audacia? De entrada, a menudo justifican el anonimato porque “soy un profesional que arriesga mucho si hace públicas unas opiniones como las mías”. Si no se arriesgan a identificarse por presuntas represalias laborales, cuando ni siquiera cuestionan los verdaderos poderes, los del Estado, ¿cómo se arriesgarían a ir a la cárcel?
Los reproches y los insultos llegan muchas veces a extremos salvajes. A banalizar, por ejemplo, el colaboracionismo con el nazismo o el fascismo. Alguna de esa gente más rampante identifica la Generalitat actual, el estado de lo público actual en Cataluña, con el régimen de Vichy. En literatura, las metáforas, incluso las más exageradas, pueden tener un sentido. En el análisis de la realidad, aunque sea pretendida, los excesos crueles pueden llegar a ser insoportables. Insoportables para la gente sensata. Identificar a la Francia del general Pétain con la Cataluña actual puede hacer mucha gracia y resultar muy ocurrente a según qué personajes, pero deforma la realidad hasta perderla de vista. Hasta sustituirla por un mundo simplificado y delirante de blancos y negros.
Todo es aún más grave si, como pretenden algunos de los inductores de la propia distopía, la comparación termina funcionando como amenaza. A menudo no se esconden y la concretan: “Traidores, ¡el pueblo os juzgará a todos!”. ¿El “pueblo” los juzgará y los fusilará también? ¿El final del procesismo en Cataluña debe ser el mismo que el del régimen de Vichy? ¿Cuál debe ser el final de los “traidores”? ¿La cadena perpetua? ¿ael pelotón de ejecución? ¿Es necesario ajusticiar al president Puigdemont, al vicepresident Junqueras, y Jordi Sánchez y Jordi Cuixart? ¿Lo harían ellos con sus propias manos? ¿Ellos son “el pueblo”? Si no lo harían, al menos podrían dejar de realizar comparaciones repulsivas.
Hay una parte del independentismo en Cataluña -quizás una parte importante- que se siente engañada y ahora mismo desorientada. Pide referencias políticas -nuevas opciones- que concretan cómo llegar más allá, cómo hacer lo que no se ha hecho, y hasta dónde están dispuestos a llegar. Es ésta una opción legítima. Y una opción que debe acabar encontrando respuesta y concreción electorales. No será fácil. Una parte de esa parte que exige el máximo sacrificio a sus representantes, si ocupara su puesto, no sacrificaría nada. O sacrificaría poco en relación con lo que pide. Ahora tiene todo el derecho a intentarlo. Y ya lo hará quien le dé respuesta o satisfacción. Quizás sí que hay nuevos dirigentes dispuestos a llegar tan lejos como les piden. Pero, sea como sea, es triste querer ganarse al electorado independentista, ampliando la base del mal humor y el rencor a base de insultos y barbaridades.
Quien crea que todos los líderes, todas las opciones políticas y todas las asociaciones civiles que impulsaron el denominado proceso deben ir -como exigía la CUP a Artur Mas- a la papelera de la historia debe impulsar la crítica justa, el recambio humano que considere necesario. Pero quien pretenda abonar el campo del descontento con la ira desbocada, con el insulto pretendidamente ocurrente y descarnadamente injusto contra quienes han sufrido y sufren la represalia del Estado, es solo un miserable. Ni siquiera es capaz de calcular cuánto daño puede llegar a hacer. Si “el problema no es España”, si el problema son “aquellos que dicen que son los nuestros, pero que son de ellos”, el terrible atajo que puede derivarse es la purga interna. Hay gente que no es gente. Hay gente que sólo es salfumán.
EL MÓN