El proceso: estado de la cuestión

Esta Diada se conmemoraba el décimo aniversario de la gran cadena humana que, emulando la experiencia báltica, llegó a significar la máxima representación del independentismo como terremoto europeo. Todo ello, con aquella cadena de más de cuatrocientos kilómetros, y probablemente más de un millón de participantes, que catalizaba todo el conjunto de esperanzas y cabreo desde que en 2010 el constitucional protagonizó ese golpe de estado judicial (después vendrían otros) que se cargaba el Estatut de 2007 y mostraba hasta qué punto tanta gente estaba dispuesta a romper con un orden injusto.

En estos últimos días se han hecho muchos comentarios y valoraciones sobre la celebración de la Diada del lunes. Ciertamente, las divisiones partidistas y cierto periodismo mercenario han tratado de cuestionar, como es costumbre, el hecho objetivo de que el 11 de septiembre se reúne una de las manifestaciones más numerosas de Europa por parte de un movimiento que, pese a la represión, escarnio, silenciamiento mediático y críticas crueles, es el más participativo, constante y resistente de todo el continente de este siglo. Antes de criticarlo, por supuesto de forma legítima, es necesario reconocerle el mérito. Ahora bien, ciertamente, una de las preguntas que mucha gente se hace es hasta qué punto es útil, teniendo en cuenta que la cosa —el proceso— parece encallada.

Como trato de proyectar mirada de historiador, reconozco que los procesos históricos (y el “proceso” lo es por antonomasia) resultan muy atractivos, sobre todo si se valoran a cierta distancia, se analizan resultados, se identifican contradicciones y se valora qué ha ido cambiando en década y media. Los primeros años de movilizaciones y agitación social que podríamos situarlo entre 2010 y 2017 constituyeron un interesantísimo período en el que buena parte de la sociedad catalana salió del armario independentista (y ya ni se plantea volver a entrar). Y éste es uno de los méritos, a pesar de que pueda haber cierta frustración por esa sensación de estancamiento, es algo que funciona como espada de Damocles sobre un Estado más preocupado de lo que acostumbramos a pensar. Fue un período de ilusión, en el que la construcción de una República constituía la gran oportunidad para rehacer la realidad a partir de los elementos de virtud y belleza. Recuerdo haber participado en algunos debates en los que aparecían propuestas interesantes sobre la necesidad de construir una economía más ecológica, una mayor igualdad social acorde con estrictas regulaciones laborales, unas políticas cosmopolitas de puertas abiertas o incluso la consideración de constituirnos como un país de vocación pacifista que, a la manera de Costa Rica, no necesitara ejército. Reconozco que incluso, en alguno de estos coloquios, propuse que Cataluña no tuviera lengua oficial, como ocurre en Estados Unidos, aunque toda relación con la administración se hiciera mediante el catalán, como fórmula que todo el mundo pudiera sentirse cómodo en la nueva realidad. En esta época, el independentismo estaba alimentado por una confluencia entre un sentimiento de justicia primigenio, de voluntad constructiva de una realidad mejor, y al mismo tiempo la necesidad de romper con un Estado posfeudal autoritario, franquista, apolillado a la manera de las groserías de Jiménez Losantos.

La violencia del 1 de Octubre, la represión española posterior, y la inconsistencia del independentismo institucional han extendido una amargura profunda. Por una parte, se produjo una decepción con España. Muchos nos habíamos sentido formar parte de ese país, y de repente la brutalidad de unos, la aprobación por acción u omisión de la mayoría y el silencio cómplice de quienes considerábamos nuestros amigos implicó un divorcio emocional irreversible. La defección, por otra parte, de una parte sustancial de nuestros líderes, abocaron al independentismo a un resentimiento que todavía dura. Nos empujó al barro de la política más sucia. A muchos les llegó a sorprender el execrable comportamiento de policías, jueces, periodistas, coronas, e incluso conocidos y saludados, que o bien fabricaban un discurso de odio en nuestra contra, o bien justificaban las palizas a personas mayores, el robo de urnas, actos de vandalismo nocturno, intimidaciones chulescas, salida del armario de los falangistoides que coexisten entre nosotros y todas aquellas malas artes que sólo delincuentes y gente con tendencias fascistas puede practicar y justificar.

Todo ello implicó algunas terribles lecciones. Como decía Georges Orwell, que no basta con tener razón. Que no debemos disponer de grandes ideales para crear repúblicas virtuosas. Que, como cualquier otra nación, la división política, fruto de fines, visiones y estrategias divergentes resultan lo más normal del mundo, y que no dejan de representar el reflejo de que el país tiene y tendrá varios colores políticos, sensibilidades sociales, proyectos económicos y visiones de futuro. Que, por tanto, la independencia no va a hacer una sociedad más feminista, o más ecológica, o socialmente más justa, o espiritualmente más gloriosa, sino que va de algo más primario: para poder ser, para existir, para sobrevivir en una realidad en la que hace falta un Estado que sea tuyo y te defienda. No es cuestión de ser mejor, más puro, más simpático o virtuoso. Como cualquier otra nación del mundo, necesitas un Estado propio porque, simplemente, tienes derecho a ello.

Dudo de que los debates de entonces se repitieran en los mismos términos que hace una década. Con la experiencia reciente, creo que muchos considerarían una buena idea disponer de un ejército para defenderse de quien, incluso, planteó invadir Portugal en 1974 —y probablemente un proyecto similar figure entre los documentos secretos del Estado Mayor del ejército, que ya sabemos cómo suelen ser los militares españoles—. Que muchos deben plantearse la necesidad de hacer venganzas proporcionadas respecto a los represores de los últimos años. Que ya no somos tan puros ni estaremos dispuestos a censurar los papeles en el suelo. En un período represivo iniciado mucho antes de 2017, hace ya tiempo que España practica políticas activas —y también sutiles— contra el país, como el control, en la práctica de la autonomía, la colonización de la corporación de medios audiovisuales, la deslocalización de sedes de empresas (y el sabotaje contra quien no se arrodilla ante el palco del Bernabéu), las agresiones lingüísticas, la creación de partidos activos contra la existencia del catalán, o la fabricación en serie de ‘fake news’ que den a la opinión pública española las justificaciones para creer lo que quieren creer.

Quizás también por eso, cada vez se oyen voces que hay que resultar más proactivo en la defensa de la lengua y llegar a la conclusión de que hay que intentar ser menos simpáticos y sí más resolutivos. Que el tiempo de las sonrisas se ha acabado, y que, como decía Pere Quart, hombre exiliado por los franquistas y desterrado por el ‘establishment’ cultural capillitista del país, deberíamos pasar de ser “la vache qui rit”a “la vaca de la mala leche”. De todo ello, hemos empezado a descubrir que no somos una nación con una especie de superioridad ética y que merecemos la soberanía por nuestra perfección moral, sino que somos un país como los demás, con nuestros fantasmas familiares, pecados, defectos, imperfecciones e inconsistencias. Que no debemos ser independientes para ser mejores, sino para “ser”. Porque olvidemos que el derecho de autodeterminación, reconocido internacionalmente por los documentos y la doctrina de las Naciones Unidas sirve para ello: no es ningún concurso de popularidad, sino un derecho inalienable de todas las naciones a vivir en libertad, al igual que cada ser humano tiene derecho a la vida digna, porque sí, porque toca, por un elemental sentido de justicia y libertad.

Estas tristes conclusiones, en realidad, constituyen toda una bendición. Nos facilitan las cosas. Nos hace prescindir de la presión de hacerlo todo muy bien, de los bizantinismos que lastraban las discusiones sobre cómo quisiéramos ser. Cuando ves que no existe honor en tu oponente, descubres que las reglas resultan más claras. Que cuando te dicen que no tienes mayoría suficiente, recordarles que ellos todavía tienen menos, o ninguna. ¿Qué legitimidad tiene un Borbón cuyo único mérito consiste en salir como principal beneficiario en el testamento de un asesino en serie? ¿Qué legitimidad tiene un país que reprime a miles de personas para ejercer un derecho reconocido por Naciones Unidas? ¿Qué legitimidad tiene un país que envía a la policía a reventar unas elecciones y se inventa delitos inexistentes como fórmula de represión? ¿Qué sentido tiene una amnistía cuando los únicos delitos reales les han cometido uniformados y togados?

Una Cataluña independiente no será ninguna República virtuosa, sino un Estado propio donde poder convivir y llevar una existencia normal sin la presión de alguien obsesionado en destruirte. En resumen, eso es todo.

EL MÓN