El discurso de los dos grandes partidos españoles y el de los creadores de opinión en sus medios afines intenta que cale en la sociedad vasca la renuncia a objetivos políticos legítimos
Editorial
TERMINA el año con una sensación generalizada de frustración, de desasosiego, ante una crisis económica a la que no acaba de vérsele el fin, ante un Gobierno del que consta el rechazo ampliamente mayoritario de los ciudadanos, ante el drama reiterado de centenares de presos vascos dispersos por las cárceles del Estado, ante la arbitraria aplicación de la justicia contra medios de comunicación, ante la amenaza que no cesa contra cargos públicos precisados de protección continua, en fin, como si la sociedad vasca viviera sumida en el túnel del tiempo. Nuestra historia convulsa de las últimas décadas entró en una nueva fase aún más crispada desde que se impuso por impulso político y mediático la llamada deslegitimación social de la violencia, ese concepto abstracto difundido de manera que sea percibido positivamente por la sociedad y desarrollado de forma que se asimile a lo violento cualquier circunstancia social, cultural, familiar y aún estética, arrinconándolos y haciéndoles desaparecer de todos los ámbitos políticos y sociales. Se ha empleado ese concepto abstracto para tratar de impedir todo tipo de crítica a las actuaciones de los gobiernos dirigidos por cualquiera de los dos partidos mayoritarios españoles y sus sucursales en Euskadi, así como a los grandes medios de comunicación afines. “Hacer el juego a los violentos”, “dar balones de oxígeno a ETA”, “ponerse de parte de los verdugos”, “ofender a las víctimas” y expresiones similares han sido moneda corriente en esa deslegitimación social, de forma que permita ofrecer un paraguas que justifique cualquier actuación gubernamental. Ahora se inicia un paso más, la deslegitimación política de la violencia, es decir, la pretensión de exigir la renuncia a todos los objetivos que han sido contaminados por la violencia. De manera esquemática, esa deslegitimación política pretende que se considere legitimación de la violencia cualquier crítica al actual orden jurídico, a cualquier aspiración a superar el Estatuto o la Constitución. Asimismo, será asimilada a la connivencia con los violentos toda formación política que no renuncie a la territorialidad, a la independencia o al derecho a decidir. Del pretexto de la deslegitimación se va a pasar, casi sin que se note, a la supresión de los derechos democráticos.