Gran Bretaña siempre ha apostado por dejar que se expresen sus habitantes de las distintas religiones y culturas. Pero los violentos conflictos de las últimas semanas parecen demostrar que ese sistema no es el adecuado para resolver las diferencias sociales. Mientras algunas ciudades son un modelo de convivencia, en otras cada vez se agrava más el problema, y se extiende la opinión de que no se ha logrado conjurar ni los extremismos ni la segregación. Este reportaje completa el repaso que durante varios meses ha hecho el Magazine de cómo se aborda la integración de los inmigrantes en diversos países europeos
Londres no vivía disturbios tan violentos como los de este mes desde hace tres décadas, cuando otro gobierno conservador –el de Margaret Thatcher– estaba en el poder, y cuando otra “política de ajustes” deterioró la calidad de vida de los obreros y las clases bajas para que los privilegiados pudieran conservar sus márgenes de beneficio, lo mismo que ahora. Los sucesos que han convertido la capital olímpica del 2012 en una “ciudad sin ley” al más puro estilo del salvaje Oeste americano comenzaron en el barrio marginado y multiétnico de Tottenham, afligido por las drogas y el paro, con una protesta de la comunidad afrocaribeña por la muerte a balazos de un delincuente llamado Mark Duggan a manos de la policía.
Pero pronto se extendieron por toda la capital y por todo el país. El racismo fue la mecha, pero se mezcló en un cóctel molotov perfecto con la desafección de jóvenes que se ven sin trabajo y se sienten sin futuro, el impacto de los recortes presupuestarios sobre quienes viven de los subsidios estatales y el oportunismo de hooligans, que vieron la ocasión ideal para divertirse quemando autobuses y robando teléfonos móviles último modelo y zapatillas de deporte de su marca favorita. Se trata, lo mismo que en otras partes, de un desafío al sistema que, tras la explosión de la burbuja financiera, hace que los de abajo tengan que pagar por los excesos de los de arriba. La mayor crisis del capitalismo.
¿Por qué, y por qué ahora? ¿Cuáles son las causas? ¿Qué correlación existe, si es que existe alguna, con el movimiento de los indignados, con los incidentes del Parlament de Cataluña y los sucesos de la banlieu de París hace seis años? El común denominador de lo ocurrido en Londres y otras ciudades inglesas es la edad de los protagonistas (jóvenes, adolescentes, incluso niños de once y doce años) y el carácter deprimido de los escenarios, las comunidades con mayor índice de desempleo, delincuencia, dependencia de los subsidios estatales, embarazos involuntarios y familias monoparentales. Barrios con los peores colegios y un nivel de educación muy bajo, donde inmigrantes y nativos luchan por repartirse el pastel cada vez más pequeño de las ayudas. Pero en vez de pelearse entre sí, esta vez se unieron contra el establishment.
El primer acto, la espoleta, fue lo que los habitantes de Tottenham consideraron un episodio racista de abuso policial, la gota que colmó el vaso de su paciencia. Desde los atentados de julio del 2005 y con el pretexto de la seguridad, las autoridades dan rutinariamente el alto a negros y asiáticos, les hacen preguntas y les piden que se identifiquen, mientras que los blancos están libres de toda sospecha. “En una semana me han parado más de veinte veces, no exagero, y eso que voy vestido con chaqueta y corbata, no llevo collares de oro en el cuello ni pendientes en las orejas”, explica el propietario de una imprenta en Peckham, (sur de Londres).
El segundo acto, que pilló completamente desprevenido a Scotland Yard, fue un efecto copycat (imitación). La violencia puede ejercer una extraña fascinación, sobre todo cuando permanece impune y, excepcionalmente, da la impresión de que las autoridades van a remolque de los acontecimientos. Quemar coches y autobuses, romper vidrieras y liarse a tortas con la pasma (the coppers, en su argot) les pareció de repente una magnífica idea a chavales en los márgenes de la sociedad, que utilizaron las redes sociales para darse cita. Si otros lo hacían, por qué no ellos. Y, además, con el extra de conseguir gratis las últimas zapatillas de deporte, la última PlayStation, la nueva camiseta del Chelsea, un iPhone o una Blackberry. Para muchos, sencillamente irresistible.
El tercer acto es el contexto. Quienes han hecho arder Londres son una ínfima minoría de los jóvenes de la ciudad, y lo mismo se puede decir de quienes bloquearon la entrada al Parlament en Barcelona o hicieron estallar la banlieu de París. Pero aunque su rebelión sea en gran medida puntual y oportunista, con un elemento hooligan, refleja un hartazgo con el sistema, una desilusión con las instituciones democráticas que les lleva a la delincuencia y la anarquía. Hasta ahora, resignados a no tener un buen trabajo o acostumbrados a vivir del cuento, se conformaban con su pequeño pedazo del pastel: su cerveza, sus videojuegos, su música, su ropa, sus películas. Pero se resisten a verlo reducido para pagar las deudas del Estado, mientras los banqueros que las provocaron ganan tanto como antes o más.
La actitud hacia los inmigrantes ha contribuido a poner en marcha la bomba de relojería. El primer ministro conservador, David Cameron, sentenció hace poco que “el multiculturalismo ha fracasado en el Reino Unido”, y que la culpa la tienen, por un lado, los jóvenes musulmanes que ponen la religión por encima de todo y no se quieren integrar en el país de acogida, y por otro los sucesivos gobiernos laboristas que han hecho de la tolerancia su bandera, sacrificando los intereses de la mayoría de “británicos cristianos” para hacer el juego a organizaciones islámicas que proclaman en voz alta su objetivo de destruir el país.
Es sólo una opinión, aunque impartida con la autoridad que da el poder, y con la que no todo el mundo está ni mucho menos de acuerdo. El argumento de “primero los de casa” gana votos ya sea en castellano y en España o en inglés (British interests, first) y en Slough, Luton, Barking, Swanley, Oldham, Leicester, Bradford o cualquiera de las ciudades donde los ingleses blancos conviven con amplias comunidades de africanos, asiáticos y europeos del Este (mayoritariamente polacos), la última gran ola migratoria –un millón y medio de personas– a este país. En este debate, como en tantos otros, no es fácil escapar a la demagogia, ni siquiera siendo primer ministro.
Frente al modelo francés (y norteamericano) de integración monocultural, que consiste en exigir a los llegados de fuera que asuman las tradiciones y el way of life nativo, el Reino Unido ha pretendido históricamente dar juego a las distintas religiones, comunidades y culturas para que “se expresen” a su modo en un marco de convivencia y no agresión, que quien quiera se mezcle y quien no quiera tenga la posibilidad de no hacerlo. “El multiculturalismo es una fórmula en cierto modo imperial y pragmática, basada en la teoría de que para gobernar a los distintos grupos hay también que adaptarse a ellos”, señala la socióloga Victoria Highinbottom.
Multiculturalismo o no multiculturalismo, that is the question. Y respuestas las hay para todos los gustos, en función de las experiencias de cada uno, el nivel de educación e ingresos, la diversidad del barrio, si se tiene o no hijos en edad escolar… En cierto modo lo que digan los políticos (incluido Cameron) es lo que menos valor tiene, porque su única preocupación es conquistar –o no perder– los votos de los ingleses de clase media y clase trabajadora que, en tiempos de crisis económica, echan la culpa del desempleo y el deterioro de su nivel de vida a los extranjeros (un genérico que se aplica lo mismo a los recién llegados de Polonia y Eslovaquia que a británicos de tercera generación cuyos antepasados vinieron de Trinidad, Tanzania o Pakistán con su pasaporte de la Commonwealth para trabajar en los ferrocarriles, altos hornos o fábricas textiles).
“No puede haber armonía social si una parte de los ciudadanos se sienten relegados por la religión o el color de su piel, no es posible acelerar artificialmente la integración a base de leyes y reglamentos (como la prohibición del velo), no es saludable sobredimensionar la importancia del factor musulmán, porque en el fondo, las mayores barreras son las económicas, y el discurso de “primero los de casa” no hace más que engrasar a organizaciones neofascistas como el Partido Nacional Británico (BNP) o la Liga para la Defensa de Inglaterra (EDL) , dice Manssur Moghal, propietario de un restaurante en la Brick Lane de Londres y firme defensor del multiculturalismo.
El modelo de éxito multicultural es Leicester, la llamada “capital del curry”, donde un tercio de los algo más de trescientos mil habitantes provienen del subcontinente asiático, y las estadísticas sugieren que va a convertirse pronto en la primera ciudad de estas islas con una mayoría de población “no blanca”. Un letrero en la estación de ferrocarril da la bienvenida no sólo en inglés, francés y castellano, sino también en urdú, bengalí, punjabí y gujarati. Antigua metrópoli textil del corazón de Inglaterra, el paisaje de los templos hindús, las gurdwaras y los minaretes de las mezquitas es un fenómeno relativamente nuevo, de las últimas décadas, consecuencia del alto índice de natalidad de algunos grupos demográficos. También lo son las delicatessen polacas que venden salchichas ahumadas y otras delicias culinarias del antiguo Telón de Acero.
En Leicester también hay las tensiones innatas a la naturaleza humana, y más aún en época de crisis económica y recortes presupuestarios, cuando diversas comunidades pelean por el pastel cada vez más pequeño del menguante Estado del bienestar. Pero con alrededor de un cuarenta por ciento de población no blanca (los resultados del nuevo censo que acaba de realizarse no se conocerán hasta el año que viene), en general se considera un éxito de integración, fruto del diálogo político y social, un buen sistema de educación mixta, y la presencia de líderes que han luchado contra la discriminación racial desde la década de los setenta, y procurado que todo el mundo se sienta representado. Muchos ciudadanos tienen una cuádruple identidad cultural, la de su grupo étnico o religioso, la de su país de origen, la británica… ¡y la del equipo de fútbol que apoyan!
En Leicester, por acuerdo entre todos los partidos que integran el consistorio, están prohibidas las manifestaciones del racista y neonazi Partido Nacional Británico (BNP), que intenta abrirse paso en la política del país penetrando a través de los municipios (tiene concejales en algunos ayuntamientos, pero por el momento ningún diputado en la Cámara de los Comunes). No así, sin embargo, en Luton, una ciudad dormitorio del norte de Londres, que constituye la otra cara de la moneda, célebre por todas las razones equivocadas: por la agresión de gamberros de ultraderecha al alcalde sij (en su supina ignorancia creyeron que era musulmán porque llevaba un turbante), por los insultos de jóvenes pakistaníes a soldados recién regresados de la guerra de Iraq –“¡asesinos de niños!, ¡carniceros de Basora!”–, por ser el hogar del terrorista que hace unos meses se inmoló con una bomba en pleno centro de Estocolmo y porque es el bastión de la Liga para la Defensa de Inglaterra (EDN) por un lado, y por el otro de los radicales islamistas de la organización Al Muhajiroun, que predican la más absoluta intolerancia.
http://magazine.lavanguardia.com/reportajes/los_reportajes_de_la_semana/reportaje/cnt_id/6627