Este no es un libro sobre el poder, sino sobre cómo actúa el poder en los que la ejercen o los que aspiran al mismo. Es un estudio de la naturaleza humana sometida a unas condiciones que poca gente prueba. Carles Casajuana es un escritor tan notable como singular. Diplomático de profesión -ahora retirado-, ha compaginado la vida cosmopolita con una pasión serena para la escritura. Debutó hace más de tres décadas en Acantilado y Quaderns Crema y ha ido haciendo camino recogiendo premios y al mismo tiempo manteniendo un perfil mediático muy bajo. Vive en Madrid, es un hombre amable, inteligente, pulcro, observador y tranquilo. Su prosa, de una calidad excelente, refleja este talante porque es una especie de discurso pausado, uniforme, donde las cosas se explican más que estallan, pero un discurso creado a partir de recursos literarios deslumbrantes. Lenguaje, metáforas e imágenes mejoran escenas perfectamente cotidianas. Escribe sin levantar la voz, pero te envuelve en un baile de palabras que lleva a su puerto.
Casajuana es un autor preocupado por el país -ha escrito ‘El último hombre que hablaba catalán’- pero no sólo eso: le preocupa la condición humana. En su penúltima novela, ‘Un escándalo sin importancia’ (2011), se acerca al tema de este ensayo: un directivo que lucha contra la corrupción en la esfera internacional es sometido a un chantaje que lo destroza. Todo va pasando sin que te des cuenta, como quien excava un pozo, y el grado de profundidad avanza poco a poco. La lectura de Casajuana es balsámica, porque da al lector todo el tiempo del mundo para que vaya acercándose a la revelación final, que siempre está. La lectura se parece mucho a un paseo: se parece a la vida misma. ‘Las leyes del castillo’, por tanto, es un libro brillante, escrito por una persona que ha visto de cerca el funcionamiento del poder. Entre otras cosas, Casajuana ha trabajado junto a Rodríguez Zapatero, al que se niega a criticar. Del conjunto de notas que fue tomando a lo largo de su carrera sale una reflexión sobre la criatura humana, punteada por citas oportunas de todas las épocas, desde el imprescindible Maquiavelo hasta prohombres muy contemporáneos. No se trata de hacer sangre -esto Casajuana no lo haría nunca- sino de advertirnos a todos de que el poder es un juego serio, que nadie lo abandona al igual que como llegó, que muchas de las consecuencias que sufrimos los simples mortales provienen de esta capacidad del poder de obnubilar conciencias, principios y objetivos. Golpea sobre todo el capítulo en el que explica cómo un equipo entusiasta de personas llega al poder -pongamos que tras ganar unas elecciones- y cómo las reglas del “castillo” acaban por desquiciar psicologías y amistades para suplantarlas por las oscuras leyes de la supervivencia personal.
Casajuana desarrolla una larga metáfora del poder como casino donde los protagonistas se juegan las fichas (la permanencia), mientras se van distanciando de la realidad y de la medida del talento. Son a la vez, dice el autor, el jugador y la apuesta. El libro está lleno de frases que son auténticos aforismos. El poder, insiste, siempre está en otro lugar, es imposible de atrapar, circula. En las alturas, marea y hace perder pie; a los niveles inferiores, es pura angustia porque todo lo que no sea avanzar es retroceder. Y enfrente tiene a los ciudadanos que observan, critican, juzgan o esperan. Casajuana diseccionando las variantes que actúan en este juego perverso de llegar al poder con ganas de hacer cosas y de establecerse en él sólo con ganas de conservar lo que se tiene: la adulación de los alrededores, la pompa de los rituales, el reconocimiento. El poder da sentido a la vida de los poderosos. Pero también un dictamen para escuchar: “Sólo se puede gobernar un pueblo ofreciéndole un futuro”. Lo dijo Napoleón y es la clave de todo.
ARA