Este julio, con 103 años, murió James Lovelock, cuya principal contribución fue su descubrimiento y formulación de la Teoría de Gaia. Esta teoría recibió inicialmente una fortísima oposición del ‘stablishment’ científico, y cuando finalmente fue aceptada y adoptada, lo fue con el nombre más aséptico de ‘Ciencia del Sistema Tierra’. La definición de la cual, cuando fue adoptada en 2001 en la Declaración de Ámsterdam por 1.500 científicos de 100 países diferentes especializados en la crisis climática, decía que “El sistema Tierra (Gaia) se comporta como un único organismo autorregulado con componentes físicos, químicos, biológicos y humanos. Las interacciones y retroalimentaciones entre los distintos componentes son complejas”.
Más llanamente, la Teoría de Gaia dice que nuestro planeta es apto para la vida, precisamente porque la vida ya existente interactúa de forma masiva con la física, la química y la geología de nuestro planeta, para hacerlo habitable. Así pues, es la propia vida la que hace que la vida sea posible. Las consecuencias de este hecho son abrumadoras y omnipresentes. De repente, el respeto a todas las formas de vida del planeta pasa de ser una opción personal, o el eje vertebrador de las creencias de tribus y naciones indígenas de todo el mundo, a un mandato para todos los seres humanos. Y no puedo entender que un concepto tan esencial, transformador y apasionante, y tan necesario para guiar nuestros pasos y reacciones frente a la crisis climática, tenga una nula presencia en la educación primaria y secundaria de nuestro país. La inmensa mayoría de los estudiantes pueden salir del sistema sin haber oído hablar de este concepto.
Un ejemplo, que proporcionó a Lovelock su momento ‘Eureka’, es la concentración de oxígeno en nuestra atmósfera (21%), cuando nuestros vecinos Marte y Venus sólo tienen trazas marginales en la suya. Siendo el oxígeno un elemento altamente reactivo que tiende a consumirse, una concentración como ésta, mantenida a lo largo del tiempo, sólo puede ser posible si existe un aporte constante del mismo. Y en nuestro planeta esta aportación la realizan las plantas y las algas. A partir de aquí, se han identificado muchísimos procesos naturales, donde los seres vivos tienen un rol esencial, que permiten el procesado y reciclado constante de todos los demás elementos atómicos necesarios para la vida, de modo que todos ellos estén disponibles cuando, y dónde, sea necesario. Y este impacto de la vida en la habitabilidad de nuestro planeta no se detiene aquí, sino que llega a todas partes (temperatura media del planeta, salinidad de nuestros mares, etcétera).
Lovelock identificó lo excepcional que hace la especie humana dentro de Gaia: mediante nuestra inteligencia y conciencia, Gaia se convierte en consciente de sí misma. Y también debatió si se podía considerar a Gaia como un ser vivo (que tenga una estructura organizada; que consuma energía; que responda a estímulos; que se adapte a cambios ambientales; y que sea capaz de crecer, moverse, consumir nutrientes, excretar residuos, reproducirse y morir). No tenemos espacio para debatir cómo Gaia cumple, o no, estos requisitos, pero la conclusión de Lovelock es que Gaia los cumplía todos salvo el de la reproducción. Sin embargo, al mismo tiempo, Lovelock planteaba que si un día los seres humanos colonizábamos un planeta sin vida y lo “terraformábamos” (proceso de geoingeniería mediante el cual se transforma la atmósfera y las condiciones físicas de un planeta hasta que se convierte en habitable para las formas de vida de la Tierra –a día de hoy, científicos de la NASA ya han estudiado cómo podrían terraformarse Marte y Venus–), bien podría argumentarse que Gaia se habría reproducido. He aquí otro rol que nos está reservado a los seres humanos dentro de Gaia: ¡el de espermatozoide y óvulo planetario a la vez! Con nuestra intervención, permitiríamos a Gaia cumplir con la única condición de ser vivo que hoy no cumple.
Lovelock ha sido un científico y pensador excepcional, con espíritu independiente, para combatir el dogma, y un conocimiento pluridisciplinar, en una época de hiperespecialización, que le permitió vislumbrar y comprender un concepto tan complejo como el de Gaia, y así regalárnoslo a todos. Algún analista le ha etiquetado como “el heredero de Darwin”, en atención al impacto de sus respectivas contribuciones. Sin duda, con su deceso, todos nos hemos empobrecido, careciendo de su comprensión del funcionamiento global del planeta, extremadamente útil ante la crisis climática. Pero su legado, crucial, y ahora ya de toda la humanidad, vivirá para siempre.
EL PUNT-AVUI