El pez que se muerde la cola

A los que tenemos una edad y suficiente perspectiva para poder comparar, no nos cuesta mucho darnos cuenta de que la violencia ha subido varios grados en estas últimas décadas. Puede que considerada globalmente haya la misma y, como la energía en la segunda ley de la termodinámica, simplemente se haya ido difundiendo por todo el espacio social. No sé si se puede hablar de una cantidad sistémica constante con variaciones locales, pero el incremento de la violencia ambiental en España, como la subida de la temperatura del planeta, prueba la existencia de un cambio climático social. Y no me refiero sólo al vandalismo y las agresiones físicas, de los que van llenos las páginas de los periódicos, ni tampoco a la violencia policial y togada, que nos retorna a épocas que algunos ingenua o interesadamente creían abolidas, sino a la violencia banal, a menudo meramente verbal, en el trato y las relaciones del día a día. Me refiero al hervor del caldo de donde emanan las diversas violencias mencionadas.

Esta sensación no es efecto de la nostalgia que con los años se apodera de la gente, porque nadie querría repetir la vida tal como la ha vivido. Incluso los que añoran el franquismo, muchos sin haberlo conocido, no son sino unos románticos de la dictadura, vale decir idealizadores que se inspiran en ella para hacerse un futuro a la medida de su pasión de poder. Ni es un espejismo de la distancia física. A diferencia de los exiliados de los años treinta, los que emigramos para buscar alternativas de vida hemos ido volviendo con alguna regularidad y eso nos ha permitido comprobar, no de repente sino a plazos más o menos fijos, los cambios que a los autóctonos les pasaban desapercibidos por aquello de la rana que se cuece a fuego lento. También es posible que la impresión de endurecimiento y agresividad ambiental provenga de comparar el presente de la sociedad catalana no sólo con tiempos pasados sino con las formas de relación, es decir la moral social normativa de los lugares donde hemos vivido.

Me hacía pensar en esto el artículo de Agustí Colomines del pasado 8 de junio (1) sobre la actualización de las apariencias del pujolismo. Colomines, intelectual brillante que hace años que se mueve entre los bastidores de la política y en este ámbito es uno de los mejores analistas del país, comenzaba el artículo con una frase lapidaria: ‘La sociedad catalana glorifica las apariencias’. La complementaba con otra de carácter paliativo: ‘El mundo actual también es así’. Puede que este sea uno de los muchos efectos de la globalización, pero podría ser simplemente una característica no del mundo actual sino del mundo y punto. Por lo menos, eso han afirmado siempre los filósofos, de Platón a Schopenhauer, pasando por Descartes y por Kant. Sea como sea, el dicho fuerte, el tenor del significado, para decirlo con la terminología de I.A. Richards, es la primera frase. Viene a decir lo mismo que Unamuno cuando nos recriminaba a los catalanes una peligrosa predilección por la estética.

Pero Colomines reservaba su observación a las apariencias de Estado o semiestado que el prestidigitador Jordi Pujol conjuró de la nada, o de muy poco, ante un país de curiosos que se lo querían creer. Tampoco se debería olvidar que en la ilusión participó el PSC, pujolista ‘malgré soi’, lo que explica sus constantes derrotas, porque en la apariencia de Estado-nación a medias ellos contraponían la apariencia de Estado-ciudad en construcción. Cuando publiqué ‘La vocación de modernidad de Barcelona’, que originó la ira de algunos intelectuales orgánicos del PSC, una conocida periodista de ‘El País’ me preguntó por qué no incluía en la crítica a CiU. En este país de cabras y ovejas, si cuestionas las políticas de los unos, automáticamente te haces sospechoso de ser de los otros. Son como la mano izquierda y la derecha, que la una siempre se piensa saber qué hace la otra. Le respondí que criticar la política de la Generalitat tenía mucho recorrido, pero el protagonismo en los grandes eventos que definían la Barcelona del cambio de siglo lo acaparaba el PSC y era el PSC, por consiguiente, quien los capitalizaba en todos los sentidos.

La realidad también ha acabado atrapando el delirio barcelonés de aquellos años y, por citar a Colomines una vez más, ‘llega un día en que todo el mundo ve que el rey va desnudo y se hace visible lo que parecía y no era’. De la Barcelona brillante y mitificada del maragallismo se ha pasado insensiblemente a la Barcelona de Ada Colau, polarizada entre turistas de crucero y manteros sin papeles, que sin embargo coinciden en los mismos escenarios urbanos, con narcopisos, ocupaciones ilegales en respuesta a desahucios especulativos, robos veinticuatro horas cada día con intimidación o sin ella, violaciones, asesinatos e incivilidad de toda especie como complemento de un declive que mi libro diagnosticaba.

La violencia multifuncional y poliédrica que se ha abatido sobre los barceloneses, visible a pesar del estrabismo de la alcaldesa, no es la que mejor refuta la Barcelona ‘amigos para siempre’ y la Cataluña ‘tierra de acogida’. Tampoco lo es, claro, la violencia fantasmal del independentismo, que sólo existe en la oscura pupila del Estado. Por decirlo en pocas palabras, la amabilidad se ha convertido en epidérmica, un lujo que casi nadie se puede permitir en un país donde, paradójicamente, casi todo está a la venta pero las sensibilidades están a flor de piel. Hay violencia por mantener las apariencias de un ‘yo’ inteligente, atractivo, poderoso, moral y cargado de derechos en una ficción que estimula las reacciones virulentas a la mínima imaginación de desprecio. Este es un país tan puesto en la razón que nadie admite ninguna lección de nadie, en el que todo el mundo lo sabe todo y el otro es, por definición, un pavo al que hay que poner en su sitio. ‘De lecciones a X, pocas’ es un lugar común de la retórica de los partidos. En realidad quiere decir: ‘No se admite ninguna lección’, es decir, ‘somos propietarios de la razón’ y ‘toda crítica es infundada’. Taparse los oídos, retorcer el sentido de las palabras o directamente adivinarlo, proyectar en lugar de colaborar en la decodificación contextual del significado es hacer violencia a la comunicación, que indefectiblemente acaba rompiéndose y colapsando los significados con el resultado de una sociabilidad en ruinas.

Cataluña, cuna del parlamentarismo según una leyenda más o menos inspirada en hechos históricos (¿de cuántas cosas incipientes que no han madurado habrá sido cuna Cataluña?), ¿ha perdido la capacidad de ‘enraonar’ (‘hablar razonando o razonablemente’)? Esta palabra, más que ‘charlar’, significa entrar en razón, es decir, instalarse y dar la razón o las razones de lo que se dice y se hace. Pero esto significa escuchar, procesar y decidir a la luz de la información al alcance de cada uno y no de los prejuicios o los intereses, con la advertencia de que la información siempre es revisable.

Cataluña ha españolizado y comparte todos los vicios que detesta en el país vecino. Los fallos de la comunicación y del razonamiento, la vulneración de los pactos y el papel mojado en que se convierten los acuerdos mediante estratagemas retóricas, ambigüedades y letra pequeña, o con el cinismo más descarnado, representa una regresión al estado del ‘bellum omnium contra omnes’ que según Hobbes precede el Estado. Tal vez sea la ausencia de Estado lo que mejor explica la periódica recaída en la violencia en Cataluña. O a la inversa, bien podría ser la afección a la violencia, aunque sea pre-física, el carácter arisco observado por viajeros de siglos anteriores y la atávica disgregación en bandos y grupúsculos fisíparos (que se reproducen asexualmente) algo que impide a los catalanes constituirse en Estado y los convierte en sujeto de un Estado ajeno que sabe explotar sus contradicciones y rencores.

La última prueba, y hay un cúmulo desde 2017, es la duda que se cierne sobre el sentido del voto de los partidos independentistas (de un independentismo que va soberanamente desnudo) en el suplicatorio de Laura Borràs. El drama de estos partidos, de todos los partidos catalanes sin excepción, es que para mantener apariencias de transparencia y de intolerancia con la corrupción, por estética pues, en un sistema político extremadamente antiestético, dejan que el Estado vaya decapitando al independentismo, hoy unos y mañana otros. Colaborando con la injusticia por pura ceguera ideológica, ellos mismos se siegan la hierba bajo los pies. Pero, como dice el dicho, en el pecado llevan la penitencia, pues la justicia real y efectiva no se hace esperar. De hecho, es instantánea, como lo es siempre la naturaleza, y si la pena de actuar con agresividad es vivir permanentemente en una sociedad agresiva, la satisfacción de ver una ‘convergente’ a punto de ser inhabilitada se paga con una vuelta de tuerca a la supeditación a un Estado que no tiene otro objetivo que ahogar todo el independentismo sin distinguir entre partidos o ideologías.

(1) https://www.elnacional.cat/es/opinion/agusti-colomines-pujolismo-glorificar-apariencias_511218_102.html

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