Perder no te convierte en culpable. Te convierte en víctima, en todo caso. Normalmente, quien lo determina es el intérprete. O sea, el historiador. Escribió Vicens Vives que la historia no se hace, sino que se rehace, porque la evolución de la sociedad, a veces ligada a los “descubrimientos” documentales y otras a la reinterpretación de lo que ya se conocía, permite que la historiografía avance en beneficio del conocimiento histórico. No les voy a aburrir con los debates sobre qué es la historia. Retengan tan solo que el horror del Holocausto no necesita una nota a pie de página para demostrar que existió. Es historia viva y Auschwitz, uno de los espacios del terror vivido por miles y miles de personas que nadie tiene la desfachatez de tratar como una estadística. Solo los negacionistas, normalmente identificados con la ideología del perpetrador, niegan su existencia. Como los turcos niegan, todavía hoy, el genocidio de los armenios. Los vencedores, los que dominan el estado, reinterpretan los hechos para justificar la nueva realidad. Los constitucionalistas del 78 se propusieron lo mismo en relación con la legitimidad de la monarquía borbónica, olvidando que Alfonso XIII cayó después de unas elecciones y que Juan Carlos I se convirtió en rey de la mano de un dictador.
Todas las historias son problemáticas, del mismo modo que todas las historias tienen episodios mistificados por los intérpretes. Desde los tiempos de Herodoto, el llamado “padre de la historia” que esto es así. Hubo un tiempo, hacia el final de los años sesenta del siglo pasado, que el optimismo cientifista llevó al historiador francés Le Roy Ladurie a proclamar a los cuatro vientos que el historiador del mañana sería programador de ordenadores o no sería. Era una exageración, claro, pero sintetizaba la reacción de algunos historiadores ante la historiografía romántica, predominante hasta entonces. Esta historiografía, a la que se atribuye, con razón, falsear las historias nacionales, es la que también mitificó la nota a pie de página. La prueba estaba al pie del relato de un hecho. Aportaba verdad. Citar en una nota a pie de página la sentencia de los Nueve del 1-O no aporta ni un gramo de verdad a los hechos ocurridos. Establecer la verdad de lo que fue, es o será es un concepto más moral, y muy a menudo político, que no histórico. Determinar quién es el culpable en uno de los episodios reales que nos ofrece el excelente programa Crims es tan incierto como desenmarañar el pasado. Hay que aplicar la lógica, encontrar indicios y deducir los hechos. Exceptuando en los casos en los que el acusado es apresado in fraganti, la mayoría de las sentencias judiciales se basan en un proceso incriminatorio inductivo. O sea, porque el investigador remonta de la parte al todo, del particular al general, del efecto a la causa, de los hechos a la ley que suponen.
Establecer la verdad de lo que fue, es o será es un concepto más moral, y muy a menudo político, que no histórico
Todas estas cavilaciones me asaltaron a raíz de la lectura de dos artículos del catedrático emérito de Economía de la Universidad de Navarra Alfredo Pastor. En el primero, “Pueblos felices”, ya soltó una afirmación tan inexacta como la que yo podría exponer si me inventara una regla económica: “El molde de la historia romántica ha sido el adoptado por generaciones de historiadores en Cataluña, y sus frutos han servido de alimento al catalanismo y, más recientemente, al movimiento independentista”. Esto le sirve para afirmar —muy legítimamente, porque en una democracia las opiniones políticas tendrían que ser libres para todo el mundo—, que la historia “oficial” en Catalunya “es un gran obstáculo para que podamos vivir en paz y dedicarnos a lo que importa”. Por lo que parece, solo unos cuantos, los elegidos, saben qué es lo que importa y por eso quieren imponer su verdad. En el segundo artículo, “Una falsa premisa”, que estaba algo más elaborado, insistía en su tesis sobre los efectos maléficos de la historia romántica de Catalunya “inventada” por los historiadores. Para él, esta historia ha provocado en los catalanes “una amargura, un resentimiento que proviene del testimonio de sucesos pasados, que son, por consiguiente, parte del legado de la historia, recogido en casa, en la escuela o en las lecturas”. La cultura de la cancelación con la que se combate la interpretación occidental del colonialismo también debe de ser producto de la amargura y el resentimiento del indigenismo. Y si así fuera, ¿quién se atreve hoy en día a decir que no tienen derecho a ello? La extrema derecha y el nacionalismo español. Tiene la misma intención identitaria que el gobierno municipal Colau-Collboni decidiera sacar de la plaza de Correus la estatua del negrero marqués de Comillas, que la decisión del presidente Carles Puigdemont y los consejeros Comín y Ponsatí de instalar su oficina europarlamentaria en Barcelona en la última casa que se mantuvo de pie en el barrio de la Ribera después de la destrucción de 1714. Joan B. Culla replicó los argumentos de Pastor con el artículo “¿La historia como obstáculo?”, publicado en el mismo diario. Me adhiero a lo que exponía el profesor Culla. No modificaría ni una coma para demostrar, si es que tiene sentido tener que volver a explicar algo tan básico, que los catalanes independentistas no lo son porque estén empachados de una historia “oficial” que los ha convertido en gente infeliz y amargada. Si luchan por un estado propio es porque tienen en contra el estado al que pertenecen por la fuerza.
Me atrevo a explicar algo más sobre esta historia romántica que pone de mal humor. El corte en la tradición historiográfica que comportó la Guerra Civil fue monumental. Ferran Soldevila desapareció de las aulas, primero depurado por la historiografía fascista, que incluso lo echó de la universidad, y después, a partir de los años sesenta, por una historiografía marxista que se alimentaba de la Escuela de los Anales y de Pierre Vilar. Si Pastor hubiera leído la excelente biografía, Ferran Soldevila i els fonaments de la historiografia catalana contemporània (Editorial Afers), que Enric Pujol publicó en 1995, sabría hasta qué punto Soldevila se convirtió en una presencia ignorada después de 1939. A pesar de su importancia como historiador, reconocida por dos baluartes del marxismo historiográfico catalán, Josep Fontana y Eva Serra, se le sigue colgando el sambenito de un supuesto romanticismo. La historia que se enseña en la escuela es más hija de Vicens Vives, Pierre Vilar i Josep Fontana que de Ferran Soldevila. Se han impuesto más la tesis ideológica de Jordi Solé Tura sobre los orígenes burgueses del catalanismo que la de Josep Termes que, con datos, reivindicaba su origen popular. Por lo tanto, es imposible que el independentismo haya crecido en Catalunya por una recreación nacionalista de la historia, para regocijarse constantemente en el “dolor”. En el contexto del procés, Fontana publicó un libro que Pastor no sé si ha leído: La formació d’una identitat. Una història de Catalunya (Eumo, 2014). Puede que este sea el único libro del maestro Fontana que no ha sido traducido al castellano. Y no lo fue por voluntad propia, porque, como me confesó él mismo el día de la presentación, en España este libro no sería bien recibido. Internamente me dije que Fontana, el historiador de referencia de la historiografía marxista, no quería cargar con el peso de la recriminación que tuvo que soportar Soldevida. Fontana hubiera sido tildado de identitario, como todos los románticos.
Hace muchos años que la FAES, la fundación que Aznar creó con dinero público a través del PP, inició una ofensiva contra la historia de Catalunya. Invitaba a historiadores catalanes declaradamente contrarios al catalanismo para difundir, precisamente, la tesis que sustenta Pastor, quien también participó por lo menos en uno de estos aquelarres aznaristas a pesar de su pasado como secretario de Estado de Economía del último gobierno de Felipe González. Que el Estado consiguiera derrotar al independentismo en octubre de 2017 con otra oleada de represión, solo corrobora lo que el general Prim denunció en 1851 en el Congreso de los Diputados. Independientemente de que el conde de Reus ordenara bombardear la rebelde Barcelona obrera en 1843, al cabo de ocho años no dudó en denunciar la tendencia del Estado por discriminar Catalunya, por promover la represión indiscriminada y por someterla a los estados de excepción (nota al pie: DSCD, n.º 64, 27/11/1851). En Notícia de Catalunya, Vicens Vives escribió que “no se ha hecho nunca el cálculo de la duración del estado de prevención o de guerra en Cataluña; pero creo no equivocarme mucho al afirmar que de los ochenta y seis años que se transcurren entre 1814 y 1900 más de sesenta fueron de excepción”. Si le añadimos las guerras y las dictaduras, la excepción ha sido más la norma que no la normalidad. No es romanticismo apuntarlo. Es un hecho real, como que mosén Cinto fue enterrado en olor de multitudes mientras en Catalunya el Estado había declarado la suspensión de las garantías constitucionales. El 1-O los policías nacionales vapulearon de lo lindo a los defensores de las urnas y con la aplicación del 155 los constitucionalistas suprimieron la autonomía. Son hechos y de ningún modo palabras románticas.
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