En estos últimos días ha generado cierta polémica el reportaje sobre el papel de algunos potentados catalanes sobre la cuestión de la esclavitud. No hace falta ser muy imaginativo para ver que reportajes como estos forman parte de cierta ofensiva contra la catalanidad fomentada desde los propios medios del país, mezclada con cierta influencia ‘woke’ que caracteriza a buena parte de unas izquierdas que han renunciado a los valores republicanos de libertad, igualdad y fraternidad, y se enredan en guerras culturales en las que si eres blanco y hablas catalán eres una especie de demonio incorregible. El planteamiento del reportaje no se fundamenta en analizar una práctica moralmente repugnante (a la que se oponían, por cierto, la inmensa mayoría de catalanes republicanos, católicos, librepensadores o anarquistas), sino en suscitar una emocionalidad tan de moda en estos tiempos que sirve para enturbiar el entendimiento.
Nadie discute que la esclavitud es abominable. Sin embargo, en esta deriva de autoodio antioccidental, pocos recuerdan que los catalanes, los españoles, franceses, italianos, portugueses, austríacos, húngaros, británicos, todos blancos también fueron víctimas de la esclavitud, en un número nada despreciable (la investigación histórica calcula unos 2,5 millones, frente a los 11 millones de africanos secuestrados en América) hasta 1830. Se trata de las víctimas de las incursiones que hacían piratas berberiscos, y también con base en incursiones bélicas en Centro Europa al servicio del Imperio Otomano. Basta con pasearse por la costa catalana para ver torres defensivas, ubicación de pueblos escondidos de la costa, o historias trágicas como la totalidad de la población de Menorca que fue secuestrada y esclavizada. Y de esa captura, comercio y explotación, no consta que Ankara haya pedido perdón o hecho acto de contrición alguno.
El comercio de esclavos transatlánticos fue formalmente abolido en 1833 gracias a una ley británica. Y fue ejecutada gracias a la intervención de la marina británica, que no dudaba en detener y ejecutar a los traficantes. Lo que no se explica, es que la esclavitud de población blanca cristiana no llegó a controlarse hasta que los cañones navales de las potencias europeas destruyeron las flotas otomanas en el norte de África a principios del XIX y hasta que Francia va invadió Argelia en 1830, apenas tres años antes de la ilegalización del tráfico negrero.
Fernand Braudel, el gran historiador del Mediterráneo explica precisamente la decadencia y estancamiento de Cataluña, la Península Itálica, de los países cristianos de la orilla norte por la expansión del Imperio Otomano que colapsó el comercio, interrumpiendo las rutas de comunicación y el impulso de una economía de saqueo y piratería que, efectivamente, es uno de los principales factores del derrumbe económico y demográfico de nuestro país. ¿Había catalanes negreros? Sin duda. Aunque probablemente, por cada negrero catalán hubo decenas, quizás cientos de catalanes esclavizados. Y no detecto ningún debate entre el mundo académico turco o norteafricano que considere que impliquen una condena moral a un acto abominable.
Hago toda esta larga consideración previa para exponer algo incómodo. El derrumbe del Imperio Otomano con el fin de la Primera Guerra Mundial, dejó a Turquía en una situación de debilidad geopolítica. Una Turquía que, desde 1915 ha cometido un genocidio contra los armenios (1,5 personas exterminadas), un genocidio contra los griegos cristianos entre 1918-1923 (los cálculos oscilan entre 300.000 y 750.000 asesinatos), contra los griegos étnicos que vivían en Anatolia occidental desde tiempos homéricos (se calcula que 1,2 millones, también correspondidos con la expulsión de turcos a Grecia), una ocupación ilegal (Chipre, 1974), una persecución política contra el pueblo kurdo (que incluye la destrucción de más de 30.000 poblaciones y el asesinato de unos 35.000 kurdos desde 1980), una ocupación ilegal de territorios bajo soberanía siria (Rojava, 2019) y otras fechorías de un Estado que cuenta con un ejército de 735.000 efectivos que representan más que los de Alemania, Francia y Reino Unido juntos.
En los últimos años, especialmente desde que Erdogan ocupa el poder con métodos discutibles (recordemos el supuesto golpe de estado de 2016 en el que el presidente turco purgó a todo aquel que le hacía sombra), además, ha practicado una política exterior agresiva que le sitúa como un actor regional potente. De hecho, tiene una amplia presencia en una Libia desmantelada que ahora representa el gran mercado de la esclavitud contemporánea (bajo la fórmula de inmigración ilegal), aparte de injerencias cada vez más presentes en Siria, Túnez, el Sahel (con la inestimable colaboración de los emiratos del Golfo Pérsico) y buena parte de la orilla sur del Mediterráneo. En el fondo, y como nos recuerda el analista Robert D. Kaplan, lo que hace Erdogan es lo que se viene a denominar neootomanismo y que no resulta otra cosa que el intento de recuperar su área de influencia de la época del Sultanato. Y, al igual que la decadencia del mundo mediterráneo vino precisamente del dominio marítimo de la antigua Constantinopla (por cierto, capital del cristianismo ortodoxo), la influencia creciente de una dictadura de formas constitucionales representa una amenaza directa frente a nuestro país, porque quiero recordar que somos un país mediterráneo, y nuestra prosperidad depende esencialmente de la estabilidad geopolítica. Y lo que estamos viendo en Libia, donde lo que ocurre con la inmigración y los diversos tráficos ilegales, pueden representar un tipo de anticipo de lo que representa una política de desestabilización generalizada contra el Mediterráneo.
Evidentemente, existen otros factores preocupantes. Estambul no cuenta sólo con un ejército imponente, con una potencia demográfica considerable, y una mala baba impresionante contra las minorías no turcas y no musulmanas. Fundamentado en la corrupción, también encontramos empresas conectadas, como ocurre en el caso de los emiratos del Golfo, con la administración, que crecientemente invierten en Europa. Solo quiero recordar que una empresa constructora turca será la que realice las obras de remodelación del Camp Nou. Del mismo modo, también como ocurrió con Qatar, muchas empresas conectadas con los poderes fácticos de Estambul también ejercen una diplomacia económica del deporte, y con carretadas de millones, pueden acabar ejerciendo una importante influencia en los países europeos. Ya lo estamos viendo en la gestión pésima de la guerra de Ucrania, cuando estamos aceptando, de hecho, una mediación diplomática turca, más motivada por sus intereses que por la conveniencia de la seguridad continental.
Ciertamente, los países del este de Europa, incluso Alemania, tienen todo el derecho de estar preocupados por Rusia y las políticas agresivas de Putin. La historia y la geografía, evidentemente, determinan la línea de las preocupaciones geopolíticas, y la agresión a Ucrania (que, por otra parte, podría haberse ahorrado el conflicto con un comportamiento más respetuoso y responsable con las propias minorías), también es un factor muy amenazante para la estabilidad europea. Ahora bien, la amenaza turca, combinada con un elemento religioso nada menospreciable, es infinitamente más peligrosa e incontrolable.
EL MÓN