El orden del día

Sobre la Segunda Guerra Mundial y el ascenso del nazismo existe una bibliografía voluminosa. En esta extensión, uno puede perderse tanto o más que en la jungla de los detalles. A veces, sin embargo, alguien que no es historiador ni tampoco testigo acierta a comunicar un aspecto primordial. Es el caso de Mercè Rodoreda describiendo en las escasas páginas de “Nit i boira” (‘Noche y niebla’) la experiencia de los prisioneros de los campos de concentración alemanes. Publicado en 1947, casi diez años antes del filme de Alain Resnais, este cuento se anticipó al chorro de libros, películas y testimonios que desde los años sesenta han inundado de imágenes la conciencia occidental. Es el caso también de “L’ordre du jour”, el libro que en 2017 valió el premio Goncourt a Éric Vuillard.

Con gran economía de palabras y elegancia de expresión, Vuillard reconstruye en unos pocos cuadros los momentos previos a la catástrofe. Este librito de lectura ágil sobresale entre montañas de textos sobre la Segunda Guerra Mundial, porque transmite una verdad fresca, aún no roída por el lugar común. Al autor le basta con levantar la cortina de la historia oficial y mirar qué hay en el reverso de las imágenes que han dominado el relato de la guerra. Imágenes que han sido influidas, mucho más de lo que nos damos cuenta, por la operación de propaganda nazi. Al otro lado de la superficie de proyección, las figuras épicas y en ocasiones trágicas de los jerarcas nazis aparecen reducidas a la dimensión de gángsters momentáneamente triunfantes, no por la grandeza de la visión apocalíptica o la eficiencia ordenadora, ideas que ellos mismos promovieron, sino por la pusilanimidad y ceguera de otras figuras que no estuvieron a la altura de la responsabilidad que tenían.

El libro comienza y termina con un ‘tableau vivant’ de los industriales y financieros que ayudaron a Hitler a conseguir el poder y en premio a su munificencia dispusieron de una mano de obra prácticamente gratuita y absolutamente consumible. En medio encontramos personajes vagarosos y erráticos, como el canciller austríaco Kurt von Schuschnigg, quien en la entrevista fatídica con Hitler, que tuvo lugar en el Berghof el 12 de febrero de 1938, se dejó intimidar hasta el punto de firmar un acuerdo de colaboración, que en realidad era de sumisión y abría el camino al ‘Anschluss’ (2). Vuillard saca mucho jugo de los detalles, a menudo tratados de escoria por los historiadores. La foto más conocida de Schuschnigg nos lo muestra ante su residencia de Ginebra en 1934: de pie, con el sombrero duro en una mano y los guantes de piel en la otra, con el cuello duro y la corbata emergiendo del abrigo oscuro. En el rostro, sobrevolando la mandíbula ancha, los labios permanecen tendidos bajo un bigote descabezado como el de Hitler. Los ojos, bordeados de profundos círculos, insinúan largas jornadas de trabajo. Sin embargo, la fotografía que circulaba antes de la publicación del libro de Vuillard era una versión recortada, con los márgenes acortados. El original, conservado en la Biblioteca Nacional de Francia, permite distinguir algunos detalles sin importancia aparente, como la solapa del bolsillo del abrigo, que se mantiene de pie, levantada seguramente por el roce del brazo que sostiene un papel o documento a la altura del pecho. O como otros elementos mezclados de salpicaduras en el retrato. Al fondo, por ejemplo, podemos discernir dos figuras desenfocadas, una de ellas en el acto de subir a un coche descubierto. A la derecha del retrato, un obrero en una maceta flanquea el portal de un edificio en correspondencia simétrica con un árbol idéntico junto al otro montante.

Con el contexto ampliado y la intervención de elementos aleatorios, el sujeto pierde la impresión de dignidad que le confería la fotografía recortada y se revela algo descuidado y algo recargado, en contraste con la escena mundana que se desenvuelve detrás suyo. Es, dice Vuillard, “como si el simple hecho de recortar un poquito, borrar unos pocos elementos incontrolados y enfocar la atención en sí confiriera cierta densidad a Schuschnigg. Así es el arte de la narrativa: nada es inocente”.

Ese día de febrero, en el Berghof el marco también estaba perfectamente controlado y la tramoya preparada para robar a Schuschnigg el aura de dignidad con la que se había acicalado en la foto de cuatro años atrás. La escena presenta a un hombre atemorizado colaborando en su degradación. Y sin embargo este hombre es el canciller de un Estado ahora muy disminuido, pero de una densidad histórica y cultural formidable, que en estos momentos críticos él no rige ni siquiera para recordar.

Schuschnigg no es, con mucho, la única figura que respondió con pobreza de espíritu al reto histórico. Lord Halifax es otra. Cuando Hitler ya había anexionado la región del Saar y remilitarizado la Renania, Halifax se dejó invitar por Göring a una cacería en Schorfheide. Abrumado por la afabilidad de los huéspedes, sugirió a Hitler que sus pretensiones respecto a Austria y partes de Checoslovaquia y Polonia no parecían injustificadas al gobierno de Su Majestad, siempre que las cosas se hicieran mediante el diálogo. Esas palabras eran música celestial para los oídos nazis. Festejado y halagado por unos huéspedes, cuyo carácter e intenciones no podía ignorar, el viejo zorro de la diplomacia británica había caído de bruces.

De las escenas culminantes reconstruidas por Vuillard se pueden extrapolar algunas lecciones, si no se queda enganchado en las pinceladas locales como una mosca en la tira pegajosa, pues la historia se repite en esencia y no en las circunstancias. La semana pasada escribí que la determinación de hacer frente al chantajista revela el temple del hombre de estado. Pero también advertía que para desafiar con éxito un farol se debe contar con algún triunfo. Mientras Alemania aún no disponía de una máquina de guerra superior, Inglaterra y Francia habrían podido humillar a un Hitler histriónicamente vanidoso. Éste era o debería haber sido el triunfo de Schuschnigg, si Halifax hubiera apreciado la opinión de Anthony Eden, el ministro de Asuntos Exteriores, que dimitió pocos días después de la entrevista en Berghof en desacuerdo con la política de apaciguamiento. Sin embargo, durante aquella entrevista, Schuschnigg quizás no sabía que el Reino Unido apostaba por aplacar a Hitler con concesiones territoriales que incluían a su país. Aunque la imponente máquina de guerra alemana era todavía más una bravata que una fuerza real. Se demostró en los días siguientes, cuando la división motorizada alemana se derrumbó poco después de atravesar la frontera con Austria. Dos terceras partes de los tanques y otros vehículos se averiaron en ruta y tuvieron que ser apartados de la carretera con grúas hechas venir de Baviera y transportados en trenes de regreso a Alemania. Con más de medio día de retraso y ya de noche, Hitler consiguió llegar a Linz, enfurecido por el fiasco de lo que debía haber sido un desfile triunfante hasta Viena.

Durante el otoño de 2017 el independentismo, confiado y eludiendo la realidad del poder, creyó que bastaba con oponer las urnas a las armas para entrar triunfalmente en la república catalana. La apuesta era audaz, pero no contaba con otra cosa que la fe en la democracia y la coacción moral. Y estas cartas, frente al Estado, valían tanto como invocar el tratado austro-alemán de 1936 ante Hitler, como hizo Schuschnigg en vano. En justicia valían mucho, pero diplomáticamente no valían nada, pues la Unión Europea estaba llena de Lords Halifax y la fotografía había sido previamente recortada a conveniencia del Estado. Es verdad que las imágenes del Primero de Octubre que esquivaron el control del gobierno español despedazaron el relato oficial. Fue el único momento en que el decoro del Estado vaciló y la dignidad de algunos mandatarios quedó tocada, principalmente la del ministro de Asuntos Exteriores, Alfonso Dastis, puesto en evidencia por el corresponsal de Sky News.

La comparecencia voluntaria de algunos políticos catalanes ante el Tribunal Supremo, aceptando el marco legal español al día siguiente de proclamar su emancipación, tiene una fuerte semejanza con la comparecencia de Schuschnigg ante la autoridad de un Estado extranjero. Tanto la aquiescencia a la convocatoria como el talante intimidatorio del juicio con sentencia prevista presentan afinidades con la capitulación de Schuschnigg. La actuación de unos fiscales particularmente agresivos y de unos jueces parciales, la presencia formal de la extrema derecha como acusación particular, el desprecio no ya de los acusados ​​y de algunos testigos sino incluso de las defensas, y la débil argumentación de éstas, todo esto dio al juicio una trascendencia política evidente. Y, así como la comedia de Hitler en el Berghof perseguía dar un aire de legalidad a la anexión de Austria, la misión del Tribunal Supremo no era más que reconducir la insurrección catalana a un autonomismo sumiso y al ‘Anschluss’ definitivo.

Quisiera acabar comentando una frase de Vuillard: “Nunca caemos dos veces en el mismo abismo. Pero siempre caemos de la misma forma, en una mezcla de miedo y de ridículo”. Ésta ha sido la fórmula de la capitulación catalana. El miedo a las consecuencias del Primero de Octubre explica el ridículo del desenlace. En la hora decisiva se comprobó que los políticos no estaban preparados para sostener la república que acababan de proclamar con toda solemnidad. Incapaces de velar por la dignidad propia en el continuo espectáculo de rifirrafes abyectos, ¿cómo podían defender la dignidad colectiva? El abismo en el que el país se ha despeñado se mide en parte por la inoperancia de los depositarios del mandato de 2017, pero aún más por el vacío retórico que ocupa el espacio entre los ideales que movieron las masas del proceso y las mentiras y cuentos con los que sus delegados procuran tapar una decadencia cada vez más acusada.

(1) https://www.biografiasyvidas.com/biografia/s/schuschnigg.htm

(2) https://es.wikipedia.org/wiki/Anschluss

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